Un susurro a Betty en su memoria
Por Liliana Etlis.
Aquella tarde la petiza comenzaba a ser consciente que la luz le permitía ver lo oculto y que los que descendían al olvido, se invisibilizaban.
Un viaje al país de las multiplicidades y de los órdenes desordenados, comenzaba a surgir en esos momentos. Un amante le había regalado una bombonera con forma de corazón envuelta en papel hologramado rojo y un moño hecho con cinta banner color arena, regalo muy original en su cumpleaños.
El último bombón lo conservaba para llenar el hueco de su boca con la dulzura nocturna, dejando masticar lentamente en soledad y comenzar a imaginar espacios donde los colores de las acuarelas desparramadas en una mesada, tomaran formas junto a las imágenes. Mientras dejaba a un costado el último envoltorio del último dulce, su boca se abría automáticamente y aceptaba esa sensación de saborear y embellecer el momento cosiendo el tejido del tiempo.
Objetos elegantes, asuntos que valían la pena ser escuchados, episodios grotescos, ocurrencias enloquecidas, pensamientos sonoros que aceleraban el latido del corazón, celebraciones carnavalescas, la impermanencia de las cosas eran germinaciones del gozar los restos de su último bombón de chocolate y nuez triturada con coñac en la cavidad bucal, una verdadera fiesta junto al calor del fuego de un mayo naciente. Mientras las luciérnagas se comunicaban a través de una brillantez frente a la luz del revestimiento frontal de la ventana del segundo piso de la pensión.
La enorme diversidad fundía fragmentos en una cotidianeidad donde el recuerdo de las caricias pertenecía a mundos de otras dimensiones, donde la lisura existía junto a las tonalidades que aparecían en pociones de sueños, entre la representación tenue y la nada, similar a la estructura amorfa de lo sagrado, donde salía y entraba a esos espacios del deseo con facilidad.
El pasaje a la adversidad duró lo que un suspiro tarda en llegar al interior del cuerpo y devolver el aire a un afuera tan gris en el día después.
En pocos segundos después de una volanteada en la puerta de una fábrica, llegó la taquera y quedaron atrapadxs en aquel auto cuya sirena rememoraría siempre.
La petiza tenía un apodo en el encierro: un número, era la 5783, se hallaba despojada de su nombre excepto en Tribunales o cuando se presentaba su abogado, era una cifra, ni raíces cuadradas ni logarítmicas. Le recordaba lo que sus abuelxs contaban sobre los sufrientes cuerpos de familiares en campos de concentración nazi, los de Polonia y Odessa, los que habían vivido el horror de cerca quedando huellas en la piel y en el alma, dígitos que identificaban hasta dónde llega el racismo.
Así comenzaba el ritual de la transitoriedad, un pasaje desde el interior de su mundo y las vivencias reales que escapaban a la sensibilidad.
No podía observar a todos con la misma intensidad, algunos sucesos los vivía en forma vertical, sitios no compartidos, el aislamiento derrumbaba emociones.
Encontraba su cuerpo cubierto de palabras que se iban deshaciendo a medida que el tiempo pasaba. Atrapada y confundida fue cruzando ese día con un andar extraño, la incertidumbre del dónde la llevarían le creaba un caos, un sentimiento de vaciedad espectral.
En uno de sus traslados, recuerda atravesar un pasadizo con sombras humanas, el iris atravesaba con esfuerzo quién estaba haciendo señas detrás de ese vidrio que deformaba las corporeidades voluminosas: alguien quería avisar algo con señales y no sabía cómo comunicarse.
La petiza solo captaba movimientos desarticulados desde el otro lado de la orilla vidriosa. Reflejos esmerilados, largos cabellos aparentemente ondulados quedarían en el olvido del silencio a través de un cristal deformante, impidiendo de este modo la caricia, la mirada, la palabra, las lágrimas, el abrazo, el mensaje, la desesperación, el anonimato.
Líderes políticos y espirituales estaban seguramente en el sector imposible ya de visibilizar, sospechaba sus cuerpos inmersos en sangre de tanta tortura, con golpes en lugares donde se dañaban los órganos internos.
En su caso, la sangre era producida por un aborto el día anterior a la caída, no quería traer al mundo otros cuerpos para la muerte.
La vida ya estaba acabando y repetía varias veces un sentimiento de lástima y reproche por no creer vivir más tiempo. Imaginaba ejerciendo una profesión, la que había elegido en ese momento ligada a la biología. No podía dejar de pensar en sus padres que estarían buscándola desesperados sin saber dónde estaba. Era lo que más la enloquecía, la ignorancia y estar transitando la perplejidad. En esa espantosa celda trataba de hacer algún movimiento corporal para calmar junto a la respiración, los dolores y el sufrimiento, la angustia le producía fragilidad por la estrechez del lugar del encierro, el reverso del bienestar.
Una carcajada se hizo lugar en el corazón de un ebrio asesino desdibujando su figura junto al hedor de su piel-con los años se enteró que vivió mucho tiempo a pocas cuadras de la pensión- sintiendo y oliendo el asco y la deformidad de sus manos torturantes. Era el que sostenía a Juanita, la picana eléctrica que así nombraban y que ese día por falta de electricidad dejó de funcionar. Pensaba en el grito de los espantados con una boca muy abierta donde se veían las encías podridas, el llanto y los dientes rotos de tantos golpes. Los Interrogatorios tenían un perverso accionar, la intensidad de las preguntas con respuestas mudas trasmutaba la atmósfera. El comisario de la Octava desabrochándose el pantalón y tratándose de sacar el cinto de cuero marrón, daba órdenes para que arreglen a Juanita. Las vísceras desparramadas en el cemento del piso gris, causaban un olor nauseabundo pero su color denunciaba la oscuridad de la muerte.
El único momento de casi libertad era el ducharse. El líquido corría transparente en su memoria y se sentía libre por dentro y sumisa como un objeto por fuera. No sabía qué iban a hacer con su cuerpo, era objeto de obediencia como si fuese un robot, automatizada se desvestía para bañarse en aquella ducha en pleno invierno con los ojos tapados. El agua helada corría por la espalda endurecida por el frío, las miradas de las guardias cárceles eran cuchillos en su piel sintiendo miedo al abuso y a las armas.
Tenía presente un cofre de bronce brillante, dentro un jabón Fulton con aroma a violetas que alguna vez la hermana menor regalara para un cumpleaños. Extrañaba con certeza el champú, el agua caliente sobre las vertebras herniadas, el papel higiénico para que su carne no huela a despojo, algodón para que la sangre no choree desde la vagina hasta los tobillos, como un río donde la transparencia ya no tenía existencia. La sangre pegada, viscosa, con olor desconocido hacía que sus cabellos, colmado de habitantes como piojos enardecidos sumando las manos sudorosas y sucias, poco interesaran, iba despersonalizando su estar, las ideas la llevaban a otros sitios, con espejos que reflejaban distopías reinantes. Estaba desposeída de sí misma, potencializaba su espíritu con rememoraciones fantásticas.
La prohibición de no mirarse entre presas era como dejar las puertas abiertas para que la fusilen, no sabía qué pasaría ante un gesto comunicativo entre ellas mismas, motivo por el cual no recordaba si tenía capucha, si era de tela o invisible tejida con lienzos de hebras inexistentes. Sus ojos solo podían ver el suelo y sentía correr el agua que seguía desplazándose por el cuerpo desnudo, tembloroso, cautivo hasta llegar a los dedos hundiendo la mugre.
En la celda trataron de relacionarse a pesar del aislamiento a través de un muro de cemento húmedo que las separaba, estar incomunicadas implicaba buscar la forma de establecer una conversación desde la mudez y que respondiera la más cercana desde algún lugar. Consiguieron con golpecitos pequeños en la pared, ella hacía dos golpes y le respondía dos golpes, luego tres y así comenzó un diálogo sonoro, era una sinfonía amaneciente, una fiesta.
Cuando se abría la puerta del calabozo, su deseo era la libertad y a la vez tenía el temor a ser ejecutada. El paso hacia la muerte tenía la misma intensidad que el paso hacia la vida. Muchas veces la petiza prefería la certeza de la oscuridad, al menos la protegía de las policías-no personas, al estar aislada.
Escuchaba gritos en determinados momentos que venían de un lugar donde tenían a una prostituta en una cama, la cogían por todos lados en determinados momentos del día y la noche.
Aquella tampoco era un cuerpo que decidía, era posiblemente un número más entre tantas otras.
Extrañaba sus vestimentas comunes, los vaqueros, remeras y no esa vestimenta de campo de concentración que recuerda vagamente, lo único que sí sabía es que en uno de los cinco lugares donde la tuvieron en calidad de incomunicada, no era a rayas como en las películas- acostumbraba ver junto a su hermana, los sábados por la tarde las de ciencia ficción en blanco y negro por canal 11, en una TV que pedía a gritos una antena para mejorar los contornos- estaba vestida con una repugnante tela de color ahumado que le hacía sentir todo el frío del mundo.
Tenía a veces que observar un punto fijo por horas sin moverme, no sabía qué pasaba detrás, un psiquiatra le daba una pastilla blanca como la luna y no podía intentar nada, presentía que podría pasar algo malo, muy malo. La baja temperatura calaba sus huesos, nuevamente la mugre, el hedor, los gritos eran fantasmas que salían de un libro donde lo siniestro cobraba la altura de un gigante.
Su cuerpo numerado atravesó cinco lugares, Tribunales el último, lugar de espanto donde no entraba la luz, tampoco podía acomodar una posición que favoreciera estar acostada o sentada, solo doblada en un cuartucho del piso cuarto. No recuerda con precisión el anteúltimo espacio. El antepenúltimo en cambio, sí contaba estar en la enfermería de Devoto. Anterior la Penitenciaría. El primero la Octava. Algunas veces era como una sonámbula, otras adormecida por el terror, tenía temor a dormirme y no despertar más. En Tribunales es donde peor la pasó: hambre, falta de espacio, oscuridad, con un juez que se decía el peor en esas épocas.
Cuando la llamaron a declarar lo vio a su padre sentado en un banco de madera, tranquilo como siempre, en momentos de histeria colectiva, rasgo que heredó. Vestía el saco marrón, le hacía revivir un instante familiar en milésimas de segundos y una eternidad. La llevaba a los momentos del humor dominguero, cuando alrededor de la mesa contaba sus anécdotas durante los encierros que sufrió con sus compañeros que reclamaban causas justas, verdaderos paladines en plena época donde las leyes prohibían expresar la lucha por la justicia y la equidad. Tenía la vestimenta más humilde de todos los que transitaban el cuarto piso.
Disimulaba su angustia con un gesto que solo los familiares acostumbran descubrir, era como una mueca al costado de los labios, como si tragara saliva junto a letras que formaban palabras. Se miraron con algo de temor, no podían saludarse.
Ella caminó frente a él, no se detuvo, quería abrazarlo, pero había algo en él que le decía desde el aire que muestre indiferencia.
Ya no se interesaba por la inmensidad de las cosas sino por algún ritual de reescribir la memoria todos los días, la captación del momento.
Llego el día de su salida a las 4 de la madrugada.
La madre la esperaba con un pañuelo envuelto en su cabellera, de colores fríos. Sus ojos cansados de tanta tensión y espera, la tenían ágil pero agotada. Se acariciaron y abrazaron y besado y contenido sin palabras.
Ambas tragaban los sinsabores de manera conjunta en esa madrugada de tanta soledad. No sabían qué contarse primero, no habían aprendido qué hacer en esas situaciones. La acompañó hasta la casa de su amiga para que durmiese un rato.
Cuando la dejaron en libertad condicional, le preguntaban algo que siempre le molestó, ¿cuánto tiempo estuviste encerrada? nunca supo qué contestar. Perdió la noción del tiempo a causa de la discontinuidad entre el dormir y el despertar asustado, instantes que quedarían grabados para siempre. Había vivido la elasticidad temporal en forma vertiginosa plasmada en la arena del tiempo.
Conoció su experiencia, descubrió que una hormiguita andando era un mundo o una pelusa revoloteando por un soplo o un pedacito de cielo azul, la hacían sentir feliz. Comparar el tiempo de afuera y el de su interior era encontrar en el firmamento una semilla.
Había confusión, los compañeros les dijeron a sus padres que estaba bien, que no le había pasado nada, pero sus sensaciones de lo que había vivido estaban muy presentes y eran diferentes, no recibió de parte de su familia abrazos viscerales con emoción, y afectos.
Quedó como un vacío negro durante los tres meses que estuvo fuera de la pensión por seguridad. Extrañaba sus cosas, los ruidos de la habitación. No sabía en qué momento pasó a ser culpable de no haber tomado medidas de protección en aquella volanteada de la entrada a la fábrica. No lo supo nunca.
Aquel fragmento de vida le recordaba el Kintsugi, una forma de reparar grietas de objetos de manera inversa al escondite, creando y potenciando el efecto visual hacia la hermosura, recomponiendo cicatrices resaltando las heridas abiertas al mundo utópico.
En realidad, era una forma de remediar lo que había vivido en los sótanos del calvario.
Inauguraba así el silencio y parte de su muerte en vida.
Liliana Etlis – Marzo 2023-
