Reforma judicial: generosidad cívica y ¿audacia política?

Maximiliano Rusconi.

Hace pocos días, en mi acostumbrada contribución a este sitio, y sin tener todavía conocimiento del anunciado anteproyecto que sobre el tema de la reforma judicial enviaría el gobierno, me pareció prudente establecer una agenda que definiera el camino por el cual debiera transitar la iniciativa del gobierno sobre todo en el ámbito de la justicia penal.

Como lo expresé en ese momento no tenía ningún ánimo para recorrer nuevamente un sendero principista. Eso ya lo habían hecho antes y mejor muchos juristas.

En cambio, se me ocurrió que, a riesgo de concluir con una propuesta muy limitada, podía ser útil comenzar a construir el futuro con los escombros institucionales que dejó el gobierno que ocupó el poder entre 2015 y 2019. Para ello, sólo bastaba recordar las cosas más graves que habíamos vivido como abogados, imputados, asociaciones civiles, organismos de derechos humanos, privados de su libertad, familiares de presos políticos, etc, etc.

Se me apareció la imagen de que ese camino de grandes sufrimientos, de enormes alejamientos al debido proceso, de descomunales arbitrariedades, de injusticias, componendas, conspiraciones, destrucciones de la vida privada de ciudadanos, arrestos estigmatizantes, burlones, infamantes, de desigualdades, humillaciones, etc, etc, que se habían basado en claras lesiones normativas, nos podría servir de ejemplo, no sólo de por dónde debiera haber ido aquella reforma, sino de qué cosas, si no somos eficientes, pueden volver a pasar en la accidentada vida de nuestro país.

Pero no sólo eso. Se me ocurrió que ese camino, posiblemente lleno de obviedades, era una buena invitación al consenso político, justamente, cuando más se lo necesita, es decir cuando estamos a punto de definir una política pública, de Estado, de aquellas llamadas institucionalmente esenciales.

Yo me negaba a pensar que la clase política de mi país estuviera más preparada para votar una ley de presupuesto que para lograr cierto acuerdo acerca del conjunto de axiomas esenciales que deben regir la vida del sistema judicial. ¿Cuántos siglos hubiéramos estado sin ley fundamental si nuestros constituyentes del proceso 1853/1860 hubieran actuado con el coyunturalismo miserable que parece regir en las almas de los políticos contemporáneos? ¿Puede ser cierto que no nos podamos poner de acuerdo sobre las consecuencias que hay que extraer del principio de inocencia, de igualdad ante la ley, de defensa en juicio, de juicio previo, de independencia judicial y de juez natural? La ciencia jurídica, hay que decirlo, hace décadas que, salvo en detalles de menor incidencia, ya ha logrado ese acuerdo.

¿Realmente creemos que se puede hacer política en el siglo XXI privando cuando soy gobierno de garantías al que es opositor? ¿Nadie puede ver que hay condiciones indispensables de la vida política que, si pretendemos que el sistema democrático no se extinga, deben regir para todos?

Mientras seguía mascullando estos destellos de pensamientos inorgánicos, el poder ejecutivo presentó un proyecto de ley y una comisión a la cual se la invita a producir un dictamen sobre algunos puntos esenciales. Lo que siguió a ese momento, me generó alguna desilusión global que voy a intentar explicar.

Mi primer comentario está dirigido a la actitud de algunos medios de comunicación y de algunos representantes de la oposición. Como sabemos, la primera reacción que se instaló, minutos después de que las iniciativas vieran la luz, fue la de que todo estaba dirigido a conseguir impunidad, y una impunidad que tenía claro, nombre y apellido.

Todo era un maquiavélico plan de nuestra actual vice presidenta.

Estos títulos ya estaban instalados y yo no había leído todavía la propuesta (debido al fracaso de mis inmorales intentos de conocer con anterioridad el texto de la ley). La leí, debo confesarlo, en “clave impunidad”. En algún lugar de mis convicciones pensaba que era factible que, alguna disposición se hiciera cargo de las descomunales nulidades transitadas y de su consecuencia en el estado de derecho. Cuando el Estado viola garantías del imputado, siempre paga y debe pagar en moneda de la llamada impunidad. Eso, señor lector, no es otra cosa que formular de distinto modo la idea de que la pena estatal no puede fundarse en una actuación ilegítima del Estado.

Las consecuencias cuando sucede esta desviación del poder penal deben ser dos: la sanción del responsable del atropello y la sanción de nulidad del acto realizado por el sujeto atropellador. ¿Impunidad? ¡Pero claro! ¿Qué otra cosa si no? La sanción sólo al atropellador deja la sensación de que los actos ilícitos del Estado pueden tener validez.

La mera sanción de nulidad, invita al atropellador a repetirse en la violación de garantías. Y que no castiguemos ni la validez del acto ni al autor de la arbitrariedad es propio de regímenes dictatoriales.

Pero en mi lectura tardía y cuidadosa yo no he encontrado un solo renglón en el cual se pudiera justificar ni con alegría ni con alarma ninguna consecuencia siquiera cercana a la impunidad. Al día de hoy yo no sé de donde han sacado semejante conclusión. Una mentira de dimensiones inimaginables.

Debo decir que mi sorpresa no venía de leer o escuchar a los pseudoperiodistas de siempre. Últimamente me he privado de esperar de ellos alguna objetividad. Lo que sí no esperaba es que señores con alguna especialización jurídica, autoproclamados constitucionalistas (como si cualquier jurista pudiera serlo sin ser un exacto conocedor del texto constitucional) salieran a sostener semejante dislate. Por supuesto que unos y otros se cuidaron de sostener sus afirmaciones en expresas remisiones al texto del proyecto.

Debo confesar que ya no tengo la resistencia de los 30 años, ni la ilusión en la realidad de mis ideales que dominaba mi espíritu a los 40. Transito como puedo el blend de realismo, nostalgia, poca salud, tristeza, y valoración del tiempo que nos queda, propio de la peligrosa y paulatina cercanía a los 60. Por ello, el ver esas escenas tiene en mí efectos devastadores.

Luego, para colmo de males y como si estas mezquindades no hablaran por sí mismas, algunos no tuvieron mejor idea que cuestionar a un ex magistrado y miembro de la cámara que participó en el juzgamiento de los ex comandantes luego de la restauración democrática y a una de las personas que mayor tiempo tienen en pensar caminos para la reforma judicial, con el increíble argumento de que han trabajado de abogados penalistas y obviamente, en ese contexto, han defendido a personas imputadas de haber cometido un delito. Como si se pretendiera privar del derecho  a integrar una comisión a quienes hoy defienden al periodista Luis Majul, o Daniel Santoro, no por el nivel de su prestigio técnico o antecedentes en el tema, sino sólo por el hecho de defender a esas personas en procesos penales donde se encuentran imputadas o procesadas.

Cuando ya me encontraba casi recuperado del impacto que me había producido la opinión de los llamados constitucionalistas, se produjo un “diálogo” entre el Presidente que criticaba el funcionamiento de la Corte Suprema de Justicia y los miembros de ese organismo judicial que reaccionó “difundiendo” cifras que mostraban que durante el año 2019 habían resuelto 29.000 sentencias. Ello daba un número de sentencias por día laborable (aproximadamente 180 días en el año) que hablaban de una situación mucho más grave que la que describió el Presidente: 161 sentencias por día. Para un tribunal de 5 miembros que no está dividido en salas ello es la prueba más contundente de que los miembros de la Corte ni siquiera resuelven personalmente los casos que llegan a su conocimiento (con razón se dice que en ese lugar no es importante la especialización jurídica de sus integrantes) ¡Claro! ¡Hasta da lo mismo que vayan o no a trabajar!.

En este aspecto y por las razones que son visibles, es evidente que la Corte Suprema de Justicia debe ir a un modelo de mayor cantidad de integrantes, y de división en salas. Como mínimo conviene ver lo que sucede en la Procuración General de la Nación en donde hay procuradores ante la Corte en materia penal, público no penal y privado.

Pero la realidad, esta semana, estaba dispuesta a no dejarme salir del asombro y tuve que leer una acordada judicial, por parte de los integrantes de la llamada “cámara del crimen”, es decir, la que no es federal, luego de colocarme una solución ocular, en la cual se desmenuzaba críticamente el anteproyecto de ley, es decir, una no-ley. Es decir, la nada misma. Yo sería el último en quitarle el derecho a esos prestigiosos magistrados de opinar sobre un acto del poder ejecutivo, mucho menos cuando ese acto, luego del trámite parlamentario y de todas sus vicisitudes puede llegar a influir en los límites de su propia actuación, pero para ello, deberían saberlo, tienen miles de oportunidades escenográficas, académicas, o periodísticas, pero lo que no deben hacer es emitir esa opinión sobre una no-ley en un acto pretendidamente de índole jurisdiccional. Ya el hecho de tener que aclarar lo ridículo de este episodio termina con todas mis fuerzas.

Todo ello hizo que me concentre en la relación entre lo que el proyecto pretende regular y aquello que había consistido en una agenda tentativa, pero esencial de lo que, con humildad, pero en mi criterio, debería ser el camino de la reforma.

En este sentido, y establecido ya que el proyecto no genera ninguna impunidad (ni para mal ni para bien), sólo puedo decir que se trata de una austera (quizá muy austera) invitación del poder ejecutivo a que la clase política logre un consenso en la necesidad de que los argentinos tengamos un sistema de justicia digno.

El anteproyecto transita sólo algunos senderos: evitar la concentración del poder sólo en 12 jueces, poner la lupa en los criterios de selección de magistrados, y algún otro. Pero resulta que lo que hemos sufrido estos últimos años ha sido de tan alto índice de gravedad (se puede ver la rápida y seguramente incompleta enumeración en el articulo de mi autoria: “¿Qué es lo que una reforma judicial debe evitar en el futuro?: 20 objetivos para la llamada “justicia 2020”?, publicado en este sitio) que el anteproyecto enviado está lejos de dar respuesta a los problemas que hemos vivido y que todos (unos y otros) conocemos.

Insisto: la clase política, el parlamento, deben tomar ese proyecto sólo como una invitación muy austera a comenzar a definir un gran plan de reforma judicial. El oficialismo debe impulsar la reforma y empujar a una ampliación indispensable de sus objetivos y la oposición debe dejar las mezquindades de lado y advertir que una justicia penal digna requiere de un poder ejecutivo que esté dispuesto a renunciar a los tradicionales manejos nefastos de la justicia federal. Lejos de buscar impunidad, hay cierta generosidad en quien hoy ejerce el poder. Debo decir que esa generosidad cívica se merecía mayor audacia política en los objetivos de la reforma que se han planteado.