Momento de decisión para Alberto Fernández
Por Alberto Lettieri.
Desde Maquiavelo en adelante, sabemos que poder y autoridad pueden ser categorías complementarias, pero no necesariamente van de la mano. El poder se ejerce, impone la obediencia sin reparar en los medios. Pero no es posible gobernar indefinidamente recurriendo exclusivamente a la fuerza. Por esta razón, es necesario generar autoridad, es decir, sumar consenso al poder. El poder sin autoridad conduce al autoritarismo. La autoridad sin el poder como resguardo, a su dilución. En síntesis, a la anarquía o a la catástrofe.
Para desgracia de la mayoría de los argentinos, desde un primer momento Mauricio Macri ejerció el poder. A ello le sumó la autoridad que le confirió buena parte de la oposición y que construyó exitosamente a través del blindaje mediático y la distribución de recursos públicos. Con apenas un 1,5% de diferencia sobre su antagonista en las elecciones presidenciales, el impulso de las políticas de manipulación de las leyes, endeudamiento externo, transferencia de ingresos y exclusión social que impulsó desde sus primeras acciones sólo podría tener lugar disponiendo de una autoridad muy superior a la que le propiciaron las urnas.
La alianza entre poder político y poder económico, social y simbólico alcanzada por un proyecto conservador y reaccionario por primera vez a través de la urna le permitió disponer de una capacidad de acción inédita. No la desaprovechó y así fue destruyendo, implacablemente, la mayoría de las conquistas obtenidas por el campo popular durante 70 años de peronismo.
La renovación de su liderazgo en las parlamentarias de 2017 sólo incrementó el volumen de la síntesis entre poder y autoridad alcanzado en las elecciones de 2015. Una vez más, no la desaprovechó. Allí llegaron el endeudamiento inmoral orientado a la fuga de capitales por fuera del marco institucional vigente, con un Congreso Nacional que continuaba anestesiado. La conciencia del poder propio y de la inacción ajena permitió implementar el Lawfare prescindiendo de todo límite. Prácticamente todos los cuadros principales de la gestión previa fueron procesados. También los empresarios que afectaban los negocios del entorno presidencial. En todos los casos, causas armadas muy flojas de papeles. La decisión de la oposición de habilitar el desafuero del Diputado Julio De Vido demostró que no había voluntad política para oponerse al proyecto de reinstalación de la Argentina pre peronista. Confirmando la advertencia del General Perón, los “nostálgicos del 43” jamás resignarían su proyecto de una Argentina para pocos.
En los momentos clave en los que el régimen macrista trastabilló, a partir de mediados de 2018, exclusivamente por los cuellos de botella externos que le impuso el endeudamiento irracional, la oposición resignó la posibilidad de desplazar a un gobierno debilitado e impulsar una transición institucional que permitiera poner límites al desplome generalizado de las variables económicas y sociales. Atravesada por “fuegos amigos” y rencores acendrados, la grieta interna facilitó la estrategia de “divide et impera” que tan bien implementó la mesa chica de Cambiemos.
A punto tal fue exitosa en lo político y en la construcción de representaciones sociales el ejercicio de poder del macrismo que, en caso de no mediar la inspiración genial de Cristina Fernández de designar como candidato a Alberto, para atraerse así al peronismo “presentable” o “racional” -según la definición de los medios oligopólicos-, tal vez Mauricio Macri hubiera alcanzado la reelección. Pese a la “tierra arrasada” y al territorio minado que dejaba como legado.
Pacientemente se fueron sumando actores y espacios políticos y sociales al Frente de Todos. El gran desafío aceptado por sus referentes consistía en convertir una coalición electoral en una coalición de gobierno. El problema de fondo, en tanto, pasaba de la construcción de poder para blindar su autoridad. Sobre todo, para un presidente que, inicialmente, debía su investidura más a su vice que a su atracción directa sobre las mayorías.
A diferencia de lo sucedido con Mauricio Macri, que desde un primer momento se dedicó a ejercer el poder, la necesidad de articular las conexiones al interior del Frente de Todos consumieron los 90 días iniciales en los que cualquier mandatario está habilitado para actuar sin mayores restricciones y así definir un programa de gobierno. Alberto Fernández siempre fue un gran negociador, su desafío consistía en que además podía convertirse en un estadista o, al menos, en un líder político de masas.
La aceptación generalizada dentro del Frente de Todos de que debía aguardarse a tener cerrada la negociación de la deuda para que sonara la campana de largada de la nueva gestión conspiró decididamente sobre ese proceso urgente de construcción de poder, indispensable para pilotear a una sociedad que había naufragado. Así fueron postergados los recambios de personal en funciones clave del Gobierno y del Estado, o una acción eficaz sobre la administración de (in)justicia. Mucho menos se ensayó el inicio de causas judiciales a los responsables de la catástrofe y del saqueo.
Con la negociación de la deuda postergada indefinidamente, la ausencia de medidas económicas para propiciar la recuperación productiva y la recomposición de la distribución del ingreso permitieron registrar escasos avances en la construcción del poder. Y, como enseña una extensa biblioteca y la experiencia histórica, “el poder que no se ejerce se diluye”.
La pandemia generó condiciones excepcionales para la centralización del proceso de toma de decisiones. Así fue que la acertada determinación de decretar la Cuarentena posibilitó un inédito crecimiento de la imagen presidencial, que aún se mantiene muy elevado a 80 días de esa decisión. El problema, sin embargo, es que el gobierno parece auto percibirse mucho más débil de lo que en realidad es. Y ante la falta de definiciones sobre un programa de gobierno concreto para los próximos tres años de gestión, el tablero político parece ocuparse exclusivamente para la confrontación que inevitablemente estallará el día después del fin de la cuarentena, en caso de que las definiciones oficiales continúen dilatándose.
Max Weber nos explicó con maestría que el poder carismático requiere de dos elementos: una situación de catástrofe que pone a la sociedad a disposición de quien consiga convencerla de la viabilidad de un proyecto compartido -religioso, político, militar, etc.-, y el carisma -un don sobrenatural- del líder que se postule para guiar a ese colectivo hacia un horizonte utópico.
Las condiciones excepcionales están dadas, pero el horizonte utópico -la propuesta- hasta ahora no existe, y parece dilatarse indefinidamente, subordinada al cierre de la negociación de la deuda. El interrogante brutal consiste en preguntarse -y preguntarle- a Alberto Fernández si es portador de ese carisma y, en caso afirmativo, si está dispuesto a ejercerlo, redefiniendo el perfil que hasta ahora exhibió.
Aunque parezcan distantes, las elecciones de medio término están al alcance de la mano, y, como siempre, ellas serán la clave para la confirmación de la autoridad presidencial. La historia enseña que los proyectos colectivos deben ser formulados en el contexto de la crisis terminal, ya que de otro modo esta se lleva consigo todos los vestigios de la autoridad precedente.
Por esta razón, el reloj de Alberto Fernández acelera su cuenta regresiva. Debe decidir entre tratar de quedar en la historia como el líder que conducirá a la Argentina a su renacimiento, o simplemente como el “presidente de la cuarentena”, que optó por privilegiar la vida de los argentinos a costa de su propio sacrificio político.