Laura
de Pablo Rizzi.
Los dos, cada uno por su lado, teníamos esos primeros noviazgos que se sedimentan perezosos y estiran con dudas y temores propios de una adolescencia conservadora. Veintidós, veintitrés años y cinco de novios, un espanto. La vida estaba ahí en algún lado y nosotros con miedo arrastrando esas relaciones zombies que terminan sin dar aviso, y continúan deambulando en busca de un corazón. No de un cerebro. Al contrario de los zombies de las películas, las relaciones zombies tienen demasiado cerebro y poco corazón.
Nos conocimos en la oficina. Nos hicimos amigos, cómplices, compañeros, porque un día nos dimos cuenta que los dos éramos peronistas. Y nos hacíamos gestos y nos burlábamos de la vieja Berta que con una pequeña radio escondida en el primer cajón de su escritorio escuchaba a Leuco con el mismo compromiso que Winston Smith le dedicaba a O’Brien en 1984.
Cuando Berta se levantaba y salía de la oficina, iba al baño o a la puerta, yo le cambiaba las pilas a la radio por unas viejas que sacaba de los controles remoto de mi casa. Entonces Berta no tardaba en quejarse de lo poco que duran las pilas. A Laura le causaba gracia esto. Berta cambiaba las pilas dos veces por semana y así durante dos años nunca compré una.
Nos hicimos buenos amigos con Laura y en dos ocasiones hicimos una salida en parejas, y conocí a su novio y ella a la mía. Cenamos y todos a bailar a un bar por el Abasto.
Estábamos en otro año electoral y yo desconfiaba de que un país tan conservador le diera la reelección a una presidenta mujer. Hacía un año que discutíamos eso con Laura. En las fiestas del bicentenario ella me dijo “tiene que ser Cristina, está en su mejor momento” y yo le contesté “el mejor momento de Cristina es siempre el mañana” y nos reímos. Pero un año después yo tenía miedo.
Y vinieron las elecciones. Esa noche cuando cerraron los comicios nos juntamos con varios compañeros en la casa de Laura a celebrar la reelección de Cristina. La televisión contando votos, la mesa llena de pizzas, cervezas y vinos; una atmósfera ganadora, muchas canciones militantes, la victoria, las palabras de Cristina, la marcha peronista antes de irse todos siempre tarde. Y entre todos los abrazos, el abrazo, Laura en mis brazos. Laura en mis labios. Laura en mi cuello, mi pecho, sus pechos, mis manos, sus manos, sus piernas.
En la oscuridad nuestros sentidos se empoderan y esa noche todo olía a sexo y a saliva; su piel, mi piel, su pelo, las sábanas, y entre ellas Laura sonriendo. “Somos unos hijos de puta” dijo, “esto no pasó”.
“Pero si te sentís culpable es porque no sos tan mala persona”, le dije.
¿Y vos te sentís culpable?, me preguntó.
“Obvio” le dije sonriendo, y nos besamos. Y lo hicimos otra vez.
Al día siguiente nos encontramos en la oficina. Nos saludamos como siempre. Berta tenía una cara de culo tamaño Dios y no escucho la radio en todo el día.
Pasado el mediodía, en medio de ese silencio Laura dijo de la nada “vos sos el amante perfecto”. Así, en medio de la oficina y frente a la falsa concentración de Berta que revisaba los balances de una empresa sin demasiada atención y saboreaba unas galletitas danesas. Yo me puse pálido, estoy seguro, no pude verme, pero me puse pálido.
“El amante perfecto” y agregó “tenés novia hace mil años, no vas a romper porque sos buen novio, estás enamorado y cumplís todas las condiciones para ser un buen amante. No vas a hacer reclamo alguno, celos ni adónde saliste ni con quién estuviste, porque para eso está tu novia. Vos vas con su amante, hacés tu trabajo y te mandás a mudar. Sos el amante perfecto, sabelo”.
Laura me había dictado las reglas. Ahí, frente a Berta que fingía indiferencia, Laura me estaba contando cómo iban a ser nuestros próximos meses; de besos desesperados en el microcentro, de sexo a escondidas en cualquier lado. Pero también hubo caminatas sin rumbo por cualquier barrio que mereciera vernos juntos y noches enteras hablando de libros en la cama, y películas, y canciones. Muchas canciones.
Ninguno de los dos disfrutaba la adrenalina de tener otra pareja y hacer algo prohibido. Realmente éramos más ingenuos de lo que creíamos, muy jóvenes e inseguros. Como si hubiera un mundo real en donde los dos teníamos un destino de responsabilidad, y otro en donde podíamos dejar de pensar y sentirnos. Laura decía que éramos infieles, pero que, como buenos peronistas, no nos mentíamos, y habíamos construido entre nosotros una lealtad a prueba de balas. Puede ser.
De todos modos, cuando jugás mucho a la guerra alguna bala te comés. Y un día de alguna manera rompí con mi novia de tantos años y hubo enojo y culpa y llanto. Toda una representación por parte de dos personas que hace rato esperaban el final Todo ese drama realmente estúpido fuera de las novelas. O talvez yo lo sentía estúpido porque algo me había cambiado. Yo había decidido cambiar.
Y a la primera persona que le conté que había terminado mi noviazgo fue a Laura. “Me alegro por vos” me dijo al día siguiente en el almuerzo. “Yo no sé adónde voy con mi historia. Pero vos ya no tenés que mentirle a nadie. Podés conocer a cualquiera y empezar de cero, sin mentiras”. “Te conozco a vos”, le dije. Ella sonrió “Yo siempre voy a estar. Somos leales, acordate; además si se tiene que dar que terminemos juntos alguna vez, se dará”.
Entonces me di cuenta que ya no era el amante perfecto, porque estaba libre y eso a Laura le molestaba, tal vez porque ella no lo estaba, o porque eramos tan jóvenes y era tan fácil enamorarnos que necesitábamos un límite.
Un año más tarde me fui a trabajar a otra empresa, conocí a otra mujer. Ella también cambio de trabajo, y no volví a verla nunca más.
Hoy creo que sí, estábamos enamorados, y fue una de las historias más hermosas que viví.