La pasión de Àgueda la mestiza

Por Liliana Etlis.

Su belleza se destacaba por sus rasgos mestizos, piel café y ojos marrones, mirada suave y labios gruesos apenas pintados con un labial que había comprado hacía tiempo. Su trenza volteada hacia un costado le daba una personalidad particular al igual que el color negruzgo de sus cabellos.

Lo que sus ancestros habían transmitido en las orillas de sus saberes nacientes, estaban abrumados. Se preguntaba por qué decían por la radio encendida desde muy temprano, que todxs venían desde lugares muy lejanos atravesando el océano. Ella escuchó varias veces la misma historia, incluyéndola en un grupo al que NO pertenecía, por ese motivo apagó la radio como expresión de protesta.

Águeda viajó a la Capital primero en tren, en un asiento poco espaciado junto a tres personas más, era el boleto más económico y la incomodidad se hacía sentir. Luego subió hasta el colectivo 7 que le había indicado en una carta Doña Chola enviada un mes antes, quien le había ofrecido trabajar en servicio doméstico en su casa ya que por un accidente sufrido no podía movilizarse, como había escases de trabajo, Águeda aceptó. Primero observaba el cielo y las nubes, sus formas, recordaba nombres de las personas más queridas, llevaba un pañuelito blanco en su mano derecha para secar sus lágrimas ante las ausencias y las incertidumbres. No corría, estaba con las cosas que la rodeaban sin prisa; tenía miedo de no comprender cuando hablaban, para ella era muy rápido cómo se vivía lo cotidiano, se movían con ligereza y las miradas hacia su vestido sencillo no armonizaba con la estética porteña. Estaba entrando a otro ESTAR a los 40 años.

La imagen que le volvía todas las mañanas el espejo instalado con soportes metálicos en el interior de la puerta del ropero, la hacía feliz porque observaba su cuerpo desde un lugar de plenitud. Ese momento era especial ya que todos los objetos de la habitación pasaban a un segundo lugar existencial y su cuerpo se enaltecía al mirarse recordando su juventud y con pena sus desarraigos. Se reconocía como lo que siempre fue: Águeda la mestiza, así la llamaban amorosamente en su pueblito de su Jujuy natal.

Pasaron tiempos de extrañeza y de andar por mundos agitados.

Para ella, “ir de compras”, “ir a traer morfi”, “ir por víveres”, “ir a ver si consigo algo barato”, no eran sólo las diversas formas de expresar cómo abastecer el estómago con alimentos que compraba cada mañana en el Mercado Municipal del barrio. Era SER ELLA MISMA, demostrarle al mundo y a ella misma su exuberancia, sus elecciones en formas de cómo privilegiaba una combinación de colores en su vestimenta, un caminar atractivo en ritmos propios singulares de su tierra natal norteña y ser mirada en un plano casi oblicuo, por el iris de una seductora mirada, la de Don Filisberto, uno de los puesteros del Mercadito que desde hacía tiempo insinuaba palabras eróticas que ella secretamente completaba. Sentipensaba esa mañana, qué traería de compras mientras arropaba su cuerpo con un vestido color salmón con detalles de flores carmín. Eran pequeñas y resaltan en la ropa que cubría su piel y destacaba su forma de caminar y la energía que usaba para desplazar el aire. 

Antes de salir había tomado el llavero ubicado al lado de la puerta enganchado en un clavito de acero con forma de L y había salido con su bolsa de friselina apoyada en su pecho, como una forma de protegerse del cambio de clima entre el afuera y sus adentros, entre el miedo a perderla y retenerla ya que esa bolsa que amaba la había confeccionado con sus manos hacía tiempo y ya era parte de ella y de sus costumbres heredadas. 

Así comenzaba la media mañana, pronosticando manjares para el mediodía y la cena según desde el mercadito de siempre. 

Cuando iba hacia destino, a dos calles de su casa, entre sus sobrecargados esfuerzos y la atención hacia Doña Chola, tenía un alerta de dolor que impedía la posición erguida de su columna favorable al buen andar,  su esternón se iba escondiendo entre el pecho y la espalda encorvando su cuerpo. Por esa razón caminaba cerca de la pared, muy alejada de los ruidos de autos y de la calle, seguía en su interior temores que habían ocurrido cuando adolescente donde le silbaban palabras ofensivas relacionadas al servilismo sexual.

Ya en el Mercadito, optó por víveres que tenían precios mucho más económicos, y lo màs importante, tenía vínculos con aquél hombre que atendía en uno de los espacios, la verdulería, un cincuentón que había enviudado hacía un tiempo y que siempre le sonreía hasta mostrar sus dientes blancos que resaltaban sobre su mestiza piel jujeña. Ella saludaba con la seducción de siempre y él aceptaba como si fuese una cortesía tácita donde el coqueteo y lo que iba a comprar se mantendrían unidos. DonFilisberto le seleccionó unas verduras para hornear, envolvió con papel, ella observó con gran detenimiento sus manos color café como sus ojos y pudo detenerse un instante advirtiendo un temblor que significaba el sentir. Vibraba como si fuese a mover vientos y mareas ante ese remolino que en su estómago repetía desde que descubrió que lo quería amar.Preservó sus sentimientos en su cuerpo. Ambos se despidieron quedando entre ellxs una sensación subyacente. 

Luego de guardar el paquete cruzó dos pequeños pasos hasta el otro puesto de  frutas, atendía Doña Dolores quien tenía una charla rápida pero milagrosa ya que siempre le aportaba un quehacer con las verduras y frutas,  alguna receta que había aprendido de otras mujeres que preparaban exquisitos platos económicos. Era como una pizca de alegría a su monótona vida, llenando su bolsa con zapallitos, acelga para una tarta, naranjas recién llegadas de Salto e ideas de recetas anónimas compartidas. 

En diagonal estaba la panadería, en ese puesto perdía la noción de los límites gastronómicos, las facturas, el chipá, las flautitas cocinadas con harina integral, las figacitas para el mate eran su debilidad casi instintiva. Su bolsa colmada terminaba su recorrido en ese preciso lugar. 

En cada puesto le entregaban a Águeda un papelito escrito con lo que había gastado y los encargados de cada puesto tenían una libretita donde anotaban con el nombre de las personas que eran clientas, los gastos, lo que a fin de mes se saldaría con el pago del trabajo. Existía la confianza y la palabra tenía un valor humano. 

En cada puesto recorrido entre alimentos, sonrisas, miradas, charlas, recetas e ideas se iban entramando diálogos internos y soñados. Con esa sensación volvía a la casa, abría su puerta sacando el llavero del bolsillito de la bolsa y entraba por la puerta más grande en su vuelta por su mundo saludando a Doña Chola con un gesto. La bolsa llena la dejaba en un costado, se colocaba pacientemente las chinelas y un batón de entrecasa, prendía la radio en lugar del dial donde pasaban siempre boleros y comenzaba a separar los alimentos para guardar en la heladera Siam, cocer o hervir y comenzar a soñar con ese suspiro que durante mucho tiempo calmaría sus ánimos. La bolsa con ilusiones la llevaba en su corazón.