La necesidad tiene cara de hereje
Por Jean Pierre Matus Acuña. Abogado, Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Chile.
La necesidad de reaccionar ante un mal que se presenta como peligro de daño a bienes e intereses propios o ajenos, se entiende como fundamento para exonerar de responsabilidad a las personas que se ven enfrentadas a ella desde la época medieval, bajo el aforismo necessitas non habet legem: “si la necesidad es tan evidente y tan urgente que resulte manifiesta la premura de socorrer la inminente necesidad con lo que se tenga, como cuando amenaza peligro a la persona y no puede ser socorrida de otro modo, entonces puede cualquiera lícitamente satisfacer su necesidad con las cosas ajenas, sustrayéndolas ya manifiesta, ya ocultamente” (Aquino II-II, C. 66, a. 7 y III, C. 80, a.8). Si esa necesidad se transforma en miedo, en una alteración del ánimo descontrolada, cuánto mayor aparece la excusa.
En tiempos de pandemia, la necesidad de evitar el contagio de personas pertenecientes a grupos de riesgo ha abierto para ellas las cárceles en buena parte de Latinoamérica, con sus más y sus menos: motines, discriminaciones por la clase de delitos, etc.
En la otra cara de la moneda, bajo el nombre de cuarentena se ha obligado a sufrir el equivalente a una pena de encierro nocturno o total en el domicilio del condenado por 14 o más días a buena parte de la población, pero sin juicio ni condena sino por similares razones sanitarias: la necesidad de evitar el contagio. En Perú, p. ej., para hacer efectiva esta medida, se ha modificado el Código Penal permitiendo expresamente el uso de armas contra los infractores: la necesidad de reducir la velocidad de propagación de la enfermedad se entiende un bien superior a la vida y salud de quienes la propagan.
Pero, al mismo tiempo, en Chile, la necesidad de alimentarse se considera un bien superior a la de evitar el contagio, y se autoriza la apertura y concurrencia a centros de abastecimiento aún en zonas de cuarentena. Pero no es tan superior que exima de penas en estas circunstancias, al contrario: una ley de fines de los años 1960 establece que, en tiempos de catástrofe, la necesidad que ella genera no exime, sino agrava las sanciones en los delitos contra la propiedad, las personas y en lo que hoy llamaríamos abusos de mercado: acaparamiento y sobreprecios. No obstante, los pobladores de pequeñas localidades no infectadas consideran apropiado, para evitar el mal del contagio, tomar por sí mismos la administración de caminos y cierran con barricadas improvisadas y no tanto sus accesos, con el apoyo explícito de más de un alcalde o concejo municipal.
En los barrios acomodados se acepta medianamente el cierre de cafeterías, bares y restaurantes, mientras el delivery siga funcionando. O sea, mientras se reduzca el riesgo de contagio, la necesidad de evitarlo justifica tanto el cierre y eventual quiebra de pequeños comercios que viven del día a día como la exposición al contagio de los repartidores y sus paupérrimas condiciones laborales. Y la cesantía de los trabajadores que ni preparan alimentos ni los reparten. Los bien pensantes rasgarán vestiduras y dirán que eso no es así, que no puede ser, que los empleadores deberían ser solidarios y mantener los puestos de trabajo. Las filas de personas frente a los seguros de desempleo indican que hay una diferencia entre lo que se piensa y lo que verdaderamente se hace. La necesidad de contar con recursos para sí, ahora y frente a un futuro incierto, priva de todo altruismo a las relaciones laborales.
En los momentos en que falten camas en los hospitales, la necesidad hará parecer natural la eutanasia pasiva y el límite del esfuerzo terapéutico, para reservar medios extraordinarios de sobrevivencia a quienes tengan más probabilidades de hacerlo. Incluso la desconexión, esto es, el cese activo del esfuerzo terapéutico parecerá natural. Y no hay que ser brujo para adivinar los problemas que esto acarreará: ¿por qué se desconecta a mi padre y no al de mi vecino? En la sociedad que aspira a la existencia de derechos absolutos, es difícil explicar que no lo son tanto.
La necesidad de evitar el contagio y el temor a contagiarse son bichos tan malos que no solo generan anomia, sino también hipocresía y cinismo: el aplauso a los profesionales de la salud todas las noches acompañado de su discriminación en edificios y condominios todos los días.
Por eso no será nada fácil la labor de quienes tengan que juzgar bajo estado de necesidad, en los casos en que lo puedan hacer y la necesidad de evitar el contagio no paralice el sistema de justicia. Pero, tarde o temprano, tendrá que hacerse un ejercicio, caso a caso, acerca de la verdadera necesidad de las decisiones adoptadas. En la vida política, ese ejercicio sería de aquellos que a los profesores de filosofía y a los moralistas les encantan: ¿cuánta libertad, seguridad económica y vidas en general es razonable sacrificar para evitar el contagio y muertes por una enfermedad determinada?