Jorge Luis Borges, publicista de la intolerancia
Por Alberto Lettieri.
En un nuevo aniversario del paso a la inmortalidad de Juan Domingo Perón
“La peor desdicha es que lo derrote a uno gente despreciable… los peronistas a nosotros”
“La fealdad de estos lugares (Avellaneda y Puente Alsina) parece predestinarlos para Perón y el peronismo”
Jorge Luis Borges
La creación del Estado Nacional en clave liberal-oligárquica a partir de 1861, permitió consagrar a la hegemonía porteña, así como también a un modelo fundado en la aplicación en el ámbito nacional de leyes, prácticas e instituciones propias de las sociedades industriales de Europa occidental y de los EE.UU. La copia de lo ajeno, si era europeo y occidental, constituía un factor adicional de prestigio para una oligarquía colonizada económica y mentalmente.
Expresando un provincialismo cultural sobrecogedor, la clase dirigente de la Argentina moderna no dudó en presentarse como la “joya más preciada de su Majestad británica”, en tiempos del Pacto Roca-Runciman (1933), ni en imponer un modelo cultural hegemónico basado tanto en la imposición de instituciones y prácticas europeas, como en la supresión de formas de sociabilidad, contenidos culturales e incluso sujetos sociales alternativos (gauchos, pueblos originarios, negros, mulatos, zambos o anarquistas), llegando al extremo de pretender reemplazar la población local por inmigrantes europeos. Para llevar adelante esa empresa, apeló a una combinación entre adoctrinamiento, represión e invisibilización de las alternativas culturales y étnicas. En esta última variable, dos herramientas resultaron esenciales: la Constitución Nacional y la educación. En efecto, la Constitución de 1853 diseñó un modelo excluyente, sobre la tríada individuo, propiedad privada y representación indirecta –sufragio-, que condenó a la ilegalidad a otras opciones consagradas por la historia y por las tradiciones culturales nativas, tales como las identidades colectivas, las formas de propiedad comunitarias o la participación política directa. La escuela sarmientina, con su matriz jerárquica y su pensamiento único, cumplió a satisfacción sus objetivos de colonización mental.
En términos culturales, el adoctrinamiento recurrió a la confrontación entre civilización y barbarie. De este modo, la construcción de “lo nuevo” exigía la destrucción de lo precedente.
Naturalmente, el pluralismo no tenía asignado ningún lugar dentro de ese proyecto hegemónico. Más aún, las prácticas políticas implementadas por unitarios y liberales remitieron necesariamente al autoritarismo: fraude, violencia, corrupción, todo valía a la hora de excluir a las mayorías bárbaras. La única “democracia” tolerable era la que incluía a sectores sociales urbanos, propietarios, educados y blancos. Más allá de lo que dijese la ley, los demás ni siquiera eran considerados como sujetos de derecho: “cabecitas”, “aluvión zoológico”; en síntesis, y desde su pretendida supremacía cultural y racial, “subhumanos”.
Si bien a inicios del siglo XX, la Ley Sáenz Peña (1912) favoreció el acceso del radicalismo al gobierno, lo cual significó un apreciable avance en el modelo de construcción de la república democrática, las grandes mayorías mestizas y nativas del interior quedaron al margen del proceso de inclusión social y política, que recién habría de concretarse a partir de la década de 1940, en el marco del nacimiento del peronismo.
Sólo a partir de las elecciones de 1946 la democracia política incluyó efectivamente al conjunto de las clases sociales y de los espacios geográficos, y las culturas populares y telúricas adquirieron reconocimiento oficial. En efecto, con las migraciones internas de los años ‘30, el folklore invadió Buenos Aires y compitió con el tango nostalgioso de los burdeles parisinos.
Esta vigencia efectiva de la democracia política y social no fue bien recibida por aquellos sectores medios y altos que veían en ella el temido canal de reivindicación y ascenso social para los humildes. Para ese “mediopelo” jauretcheano, el peronismo pasó a ser la versión moderna de la barbarie, el brutal derecho del número, la causa de la pérdida de sus antiguos privilegios. Esa lectura no era una elaboración espontánea, naturalmente, sino el sedimento del modelo sarmientino, de la cultura hegemónica dependiente y europeizante, del ideal de supremacía étnica. Sus consecuencias fueron nefastas: imposibilitados culturalmente de intentar cualquier emprendimiento político que les permitiera captar a las mayorías trabajadoras, asociaron el imperio de la soberanía popular con la demagogia y la tiranía, y proclamaron que la vigencia de la libertad y la democracia real sólo podrían conservarse custodiadas por las botas, la exclusión de las mayorías y la prohibición del nefasto partido que había reconocido la condición humana de los postergados.
Uno de los grandes desafíos que afronta nuestra sociedad para consolidar un modelo efectivamente democrático, pluralista, nacional, popular y latinoamericano consiste en conseguir desarticular el sistema de valores y representaciones sociales consagrado por el paradigma oligárquico, que condena de manera irreversible a nuestro país a un destino agrario, colonial y dependiente, y a un sistema basado en la concentración de la riqueza y la exclusión social, impuestos con rasgos de pensamiento “único” y “civilizado” a través de la escuela, la producción cultural y la prensa a partir de mediados del siglo XIX. De allí se desprende la necesidad de llevar a buen puerto una profunda “batalla cultural” donde los adversarios asumen a menudo una condición variopinta, gatopardezca, atravesados por las contradicciones heredadas de su formación y de los contextos sociales y profesionales en los que se desempeñan.
Ejemplos de esas contradicciones son las valoraciones contrapuestas que, incluso dentro de intelectuales y referentes identificados con el campo popular, merecen figuras tales como Sarmiento o Borges, por citar sólo algunos ejemplos característicos.
¿El fin debe justificar los medios?, ¿Debe pasarse por alto el desempeño público de los intelectuales, como tributo a la magnitud y excelencia de su obra como sostienen algunos? ¿o bien, sin poner en duda sus méritos literarios o académicos, resulta indispensable recuperar esa otra parte de su acción, como publicistas de un cierto “orden de cosas”, a menudo reñido con la democracia, destacando la significación especial que adquieren esas intervenciones públicas, habida cuenta de su condición de referentes sociales?
En este caso, me propongo repasar las intervenciones públicas de Jorge Luis Borges y sus posicionamientos políticos, para así reconstruir sus ideas sobre el modelo social, sobre el poder político y hasta sobre la condición humana. Es decir, intento pensar a Borges, no como escritor, sino como publicista de un modelo autoritario y referente de un segmento significativo de la sociedad argentina, alineado estratégicamente con la dependencia, la exclusión social, la concentración de la riqueza y el colonialismo cultural.
Por cierto, que su condición de intelectual es el producto de la síntesis entre su obra literaria y sus intervenciones públicas, pero al contar con una extensa bibliografía sobre su producción como escritor, privilegiaré en este artículo ese otro aspecto menos recorrido por los ensayos.
A modo de introducción
El 14 de junio de 1986 falleció en Ginebra, Suiza, Jorge Luis Borges. Nada en su tumba lo relaciona con la sociedad argentina. Ni su voluntad de trasladarse para pasar los últimos años de su vida lejos de nuestro país, ni las inscripciones en anglosajón esculpidas sobre la lápida, ni la dedicatoria de su segunda esposa, María Kodama, aludiendo a una antigua leyenda vikinga. Por esa razón, cuando en 2009 se presentó un proyecto para trasladar sus restos al exclusivo cementerio de la Recoleta porteña, Kodama manifestó su más ferviente oposición y la iniciativa naufragó sin dilaciones. Al fin y al cabo, los restos de Borges estaban exactamente en aquel lugar que el bardo consideraba como su patria.
Parafraseando a Sarmiento, Borges podía suscribir al proverbio “Patria est ubi bene” (“la patria es allí donde estoy bien”), y esa Argentina siempre ajena y extraña a sus gustos y preferencias, se había convertido para él en un suelo pantanoso y odiado a partir del advenimiento del peronismo y su alud de reformas sociales, políticas y económicas.
Nacido en 1899 en el marco de una familia cuyo árbol genealógico sintetizaba las estirpes anglosajona, española y portuguesa, y atravesada por tradiciones militares y literarias de antigua data en las orillas del Plata, Jorge Luis Borges fue educado en un hogar bilingüe, donde convivían el inglés y el español, y donde la orgullosa exhibición de esos antiguos blasones convivía con el desprecio por todo aquello que no expresara un adecuado tufillo cosmopolita. Su educación fue encomendada a una institutriz británica y sólo comenzó a concurrir a una escuela pública del barrio de Palermo en cuarto grado, a los 9 años, donde el acaudalado Borges experimentó un rechazo mutuo con los niños del pueblo llano. Algunos años después, en 1914, cuando su padre decidió trasladarse junto con su familia a Ginebra, para recibir tratamiento por una irreversible ceguera, Borges encontró su lugar en el mundo. En el Liceo Jean Calvin estudió francés, aprendió alemán por su cuenta y pudo dar rienda suelta a todas las fantasías culturales a las que el “mediopelo” argentino siempre había aspirado. Hacia el fin de la Gran Guerra, la familia se trasladó por dos años a España, estancia que le permitió a Borges enriquecer su cosmopolitismo europeizante. Para 1921, el retorno familiar a Buenos Aires supuso la desdicha del joven literato, quien sin embargo descubrió, gracias a un amigo de su padre, -Macedonio Férnandez-, los suburbios de su ciudad natal, que se le antojaron a la vez promiscuos y cautivantes, convirtiendo al tango, a lo gauchesco y a los oscuros cuchilleros en ejes primordiales de su obra.
Durante la década de 1920, Borges se incorporó a la UCR e impulsó una serie de revistas e iniciativas literarias. Fundó Prisma y Proa, participó de Nosotros y de Martín Fierro, y publicó en 1923 su primera obra, Fervor de Buenos Aires, antes de emprender un nuevo viaje a Europa. El factor económico no constituía un motivo de preocupación para este joven, cuyas inclinaciones intelectuales se sostenían sobre una fortuna familiar que comenzaba lentamente a mermar a consecuencia de la declinación física de su padre. Varios años después, en 1938, el fallecimiento de su progenitor lo colocó ante el desconocido desafío de tener que sostenerse por su cuenta. Sin embargo, hombre de tradición oligárquica, no adolecía de amigos influyentes para conseguir un empleo público y así se incorporó a la Biblioteca Miguel Cané del barrio de Almagro, donde a partir de entonces pudo continuar haciendo lo que siempre había hecho, aunque financiado desde ahora por el Estado: vivir entre libros, escribir y omitir toda clase de compromiso social.
El ascenso del peronismo significó tanto para Borges como para la oligarquía y el argentino medio un punto de inflexión traumático. Súbitamente, quienes se consideraban dueños de la patria y de sus tradiciones debieron tomar nota de que esa Argentina subterránea, mestiza y nativa que el proyecto oligárquico dependiente del liberalismo de la generación del ‘37 había convertido en mano de obra barata condenada a la miseria y al olvido, experimentaba un rotundo proceso de reivindicación después de tantas décadas de oprobio y de masacre. El reconocimiento de los derechos de los desplazados constituía un capítulo que la familia Borges no estaba dispuesta a admitir. Su madre y su hermana fueron condenadas a 30 días de prisión en El Buen Pastor por alterar la paz pública, en tanto que Borges recibía un ascenso en la administración pública: de bibliotecario a “inspector de mercados de aves de corral”. El gobierno popular y democrático le daba así la oportunidad de salir de su mágico mundo de ilusiones e involucrarse con la realidad cotidiana de la sociedad argentina. Esta decisión fue asumida por el literato como un ultraje y renunció a su cargo.
Borges como publicista
En su parcializada visión de la sociedad argentina, marcada por el interés personal y el de su clase de procedencia, Borges sólo alcanzó a ver en el peronismo la consagración de un liderazgo personal y estatizante. “Los peronistas –afirmaba- son gente que se hace pasar por peronista para sacar ventaja.” El peronismo era, a su juicio, la raíz de todos los males.
En una actitud típica de ese “mediopelo” argentino, Borges se definía como “un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos”. Anarquista muy particular, por cierto, ya que, a similitud de la mayoría de nuestros intelectuales enrolados en la promoción de la aculturación y la destrucción de nuestra cultura americana, durante buena parte de su vida vivió a expensas del erario público. Simultáneamente se reconocía como “un conservador, pero ser en mi país un conservador no significa ser una momia, significa, digámoslo así, ser un liberal moderado.” Simultáneamente reivindicaba su individualismo militante y su profundo antiperonismo: “Me han enseñado a pensar siempre que el individuo debe ser fuerte y el Estado débil. No puede entusiasmarme una teoría en la que el Estado sea más importante que el individuo.” Su opinión sintetiza aquella terrible sentencia de Sarmiento: “Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos? “Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer”.
En 1950, la Sociedad Argentina de Escritores, en un expreso desafío al gobierno democrático popular, lo designó como presidente. Al fin y al cabo, Borges constituía la síntesis y el paradigma de una academia reaccionaria que no estaba dispuesta a resignar su control de la producción de representaciones sociales que garantizaran la reproducción del modelo de colonización mental. Cinco años después, la Tiranía Fusiladora, encabezada por Aramburu y Rojas, inauguró simultáneamente una larga etapa de sufrimiento y represión para las mayorías populares y de buenaventura para los Borges, Romero, Germani y compañía. En 1955 fue designado Director de la Biblioteca Nacional, cargo que desempeñó durante 18 años hasta el advenimiento de un nuevo gobierno democrático y popular, en 1973. Aquel mismo año fue designado miembro de la Academia Argentina de Letras, se le concedió la cátedra de Literatura Alemana de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y algún tiempo después se le otorgó allí la Dirección del Instituto de Literatura Alemana.
El retorno de la democracia en 1973 fue percibido con espanto por Borges.
Para él, el peronismo era “algo inverosímil”. Una especie de nueva versión de El Matadero rosista de Esteban Echeverría, integrada por corruptos, ventajistas y militantes pagos. Leamos a Borges: “Yo he sentido odio por dos personas. Por Perón y por mi lejano pariente, Rosas. Y por nadie más que yo sepa. En el caso de Hitler no era odio. Decía yo: qué raro que este hombre que es un genio militar sea al mismo tiempo un loco. Me decía, por ese entonces, que si yo fuera Hitler echaría del país a quienes tuvieran sangre judía. Hubiera sido más inteligente, ¿no?”
Tal como lo hacía Echeverría, Borges inventaba ingeniosas anécdotas para tratar de descalificar al gobierno popular y a su base social. Cuenta Borges que, en 1973, en el marco de una manifestación popular, se le acercaron algunos militantes, y él, “naturalmente”, se asustó. “Entonces me pidieron que les firmara un autógrafo en unas hojas de papel. Les pregunté: ‘Y, díganme, ¿ustedes son peronistas?’, y me dijeron: ‘Pero no, señor, ¿qué se ha pensado usted? Nos pagan y tenemos que estar hasta las doce y cuarto tocando el tambor y cantando en la plaza’. No recuerdo cuánto les pagaban, era mucho para aquel entonces. Y luego decían eso de ‘la muchedumbre aclamando al dictador’. Era que la CGT buscaba a muchos pobres y les daba unos bombos y les pagaba. Cuando me vine a casa me fijé después que seguían cantando exactamente hasta las doce y cuarto. Y todo era así. Luego los crímenes espantosos que se cometieron: Aramburu que fue secuestrado, que fue torturado, mutilado y luego asesinado.” De allí pretende justificar su regocijo ante el Golpe que instaló el Terrorismo de Estado y la Dictadura Cívico-Militar en 1976: “Yo estaba en California con un amigo y recuerdo que cuando supimos lo que había ocurrido nos abrazamos.”
“Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita” Borges, Videla y Pinochet
El 19 de mayo de 1976, a menos de dos meses de instalado el Terrorismo de Estado en nuestro país, Borges y Sábato, entre otros referentes de la sociedad culta criolla, compartieron un almuerzo con el genocida Jorge Rafael Videla. Martín Caparrós y Eduardo Anguita reseñan el encuentro del siguiente modo: “‘Le agradecí personalmente el golpe del 24 de marzo, que salvó al país de la ignominia, y le manifesté mi simpatía por haber enfrentado las responsabilidades del gobierno. Yo nunca he sabido gobernar mi vida, menos podría gobernar un país’, dijo Jorge Luis Borges, y los periodistas de Casa de Gobierno se sonrieron: ya tenían un título para sus notas. (…) `El desarrollo de la cultura es fundamental para el desarrollo de una Nación’, dijo Videla varias veces, y los demás asentían”.
Algunos defensores a ultranza de Borges han tratado de minimizar este episodio, caratulándolo como una decisión ocasional de la que luego se habría arrepentido. Pero este inconsistente argumento resulta insostenible: la opción de Borges por el autoritarismo no era nueva y se reafirmaría en los años subsiguientes. Tres meses después del almuerzo con Videla, el 21 de septiembre de 1976, Borges recibió, la distinción de Doctor Honoris Causa de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Chile. Ese mismo día era asesinado en Washington, por sicarios enviados por Pinochet, el Ministro de Defensa chileno Orlando Letelier. El discurso de aceptación de la distinción por parte de Borges resulta memorable: “Hay un hecho que debe conformarnos a todos, a todo el continente y acaso a todo el mundo. En esta época de anarquía sé que hay aquí, entre la cordillera y el mar, una patria fuerte. Lugones predicó la patria fuerte cuando habló de la hora de la espada. Yo declaro preferir la espada, la clara espada, a la furtiva dinamita, Y lo digo sabiendo muy claramente, muy precisamente, lo que digo. Pues bien, mi país está emergiendo de la ciénaga, creo, con felicidad. Creo que mereceremos salir de la ciénaga en que estuvimos. Ya estamos saliendo, por obra de las espadas, precisamente. Y aquí ya han emergido de esa ciénaga. Y aquí tenemos: Chile, esa región, esa patria, que es a la vez una larga patria y una honrosa espada”.
Al día siguiente, Borges sostuvo una agradable tertulia con el genocida. A la salida, declaró: “Él (Pinochet) es una excelente persona, su cordialidad, su bondad… Estoy muy satisfecho… El hecho de que aquí, también en mi patria, y en Uruguay, se esté salvando la libertad y el orden, sobre todo en un continente anarquizado, en un continente socavado por el comunismo. Yo expresé mi satisfacción, como argentino, de que tuviéramos aquí al lado un país de orden y paz que no es anárquico ni está comunizado”.
Borges y la democracia
La elección de sus compañeros de mesa en el desafortunado encuentro de 1976, así como la encendida justificación de sus acciones por parte de Borges, no fue circunstancial. Unos cheques enviados más tarde, de manera ocasional, a las Madres de Plaza de Mayo, o la firma de una solicitada avalando sus reclamos, no autorizan a sostener la tesis de su supuesto “arrepentimiento”, que con generosidad excesiva han proclamado algunos intelectuales auto referenciados con el campo popular, que cautivados por su pluma insisten en relativizar sus conductas públicas. Sería el propio Borges el encargado de desmentirlos. Este era, por ejemplo, su balance del breve encuentro mantenido con las Madres en 1979: “Algunas serían histriónicas, pero yo sentí que muchas venían llorando sinceramente porque uno siente la veracidad. Pobres mujeres tan desdichadas. Esto no quiere decir que sus hijos fueran invariablemente inocentes, pero no importa…”.
En coincidencia con esa entrevista, en un reportaje concedido a la revista Visión, de Mariano Grondona, que no tiene desperdicio, asoma el Borges de siempre, ese que reafirmaba su matriz oligárquica y su profunda convicción autoritaria: “¿El pueblo debe intervenir en la elección del gobierno? –se preguntaba-. ¿Para qué? ¿De dónde sale eso? ¿Acaso debe intervenir el pueblo en la elaboración de la química, que es una ciencia especializada, como el gobierno? No hace demasiado tuvimos elecciones, ¿y qué pasó? Siete millones de imbéciles volvieron a votar a Perón que sólo trajo desórdenes, robos y servilismo. Llevar hasta sus últimas consecuencias la democracia es un error”. Una vez más, en sus palabras resuena el eco de Sarmiento: “Tengo odio a la barbarie popular… La chusma y el pueblo gaucho nos es hostil… Mientras haya un chiripá no habrá ciudadanos, ¿son acaso las masas la única fuente de poder y legitimidad? El poncho, el chiripá y el rancho son de origen salvaje y forman una división entre la ciudad culta y el pueblo, haciendo que los cristianos se degraden… Usted tendrá la gloria de establecer en toda la República el poder de la clase culta aniquilando el levantamiento de las masas”.
Borges concluía su nota con la revista de Grondona, parafraseando nuevamente a Sarmiento: “Creo que este país iba mejor cuando estaba gobernado por un pequeño grupo de personas que quizá engañaban un poco cuando hacían política, pero que convertían poco a poco al país en un gran país”. El remate de la nota era, nuevamente, brutal: “los indios han sido siempre nuestros enemigos aquí. Mi abuelo se batió con ellos (…), los cristianos degollaban a los indios. Creo que se había vuelto necesario” Tan necesario, a los ojos de Borges, como el genocidio encarado por Videla y por Pinochet, a quienes defendía con fervor. Con ese mismo fervor que expresó al arribar a Chile en 1976: “Lo defendí –a Pinochet- porque emocionalmente sentí que debía hacerlo. (…) Yo siempre he sentido afecto por Chile y me parece que, si ahora Chile está salvándose y de algún modo salvándonos, le debo gratitud. Yo, como argentino, le debo gratitud”.
Hacia fines de la dictadura cívico-militar de 1976-1983 Borges intentó despegarse de los uniformados en declive, formulando ciertas críticas formales a sus procedimientos, aunque sin dejar de considerar al Terrorismo de Estado como producto de la necesidad histórica en la lucha contra la renovada “barbarie” que, a su juicio, expresaba el peronismo. Durante la Guerra de Malvinas, Borges se burló del conflicto, afirmando que “la Argentina e Inglaterra parecen dos pelados peleándose por un peine”, y concluyendo que “las islas habría que regalárselas a Bolivia para que tenga salida al mar.” Mientras tanto, cientos de jóvenes argentinos morían o quedaban irreversiblemente dañados por defender nuestro territorio nacional. Poco después, los vientos cambiaron drásticamente y ante el fin inevitable de la experiencia autoritaria, Borges aplaudió la derrota en Malvinas, considerando que su reconquista hubiera significado la continuidad de la dictadura y un mal ejemplo para el orden natural de las cosas.
La “primavera democrática” de Borges: breve romance y divorcio apresurado
En efecto, con la llegada al gobierno de Raúl Alfonsín, Borges intentó ofrecer una nueva imagen, tratando en vano de despegarse de su tradicional alineamiento con las expresiones autoritarias. Según relata Néstor Montenegro, por entonces “Jorge Luis Borges no es el mismo. ¨Ha ocurrido algo asombroso, inesperado”–declaraba el escritor-, y hasta gritaba “¡Viva la Patria!” cuando visitaba al nuevo presidente. “¿Y qué sucedió en usted para que cambiara su habitual escepticismo por este optimismo que ahora se le nota? –le preguntaba Montenegro- Porque usted confió en el Proceso, luego se desilusionó, lo atacó y ahora no ocultó su emoción al hablar con Alfonsín… “Desde luego –apuntaba Borges-, estaba con una emoción increíble y sigo todavía maravillado de que haya ocurrido esto. Estaba seguro de que ocurriría lo contrario, que ganarían los peronistas; tenía miedo de volver al país. Y aquí estoy otra vez, para colaborar con esta democracia”.
En pocas palabras, Borges sintetizaba la convicción natural de la oligarquía y el “mediopelo” argentino de que la democracia sólo resulta deseable en tanto sea desprovista de su contenido popular y reivindicatorio de las tradicionales injusticias y postergaciones históricas. Antes que el partido popular, las botas. Si bien puede reconocerse que Borges expresaba brutalmente lo que otros callaban, esa opinión implicó en la práctica la prédica de la muerte y la tiranía en beneficio de unos pocos. Esteban Peicovich recuerda la siguiente anécdota, que expresa magistralmente su gorilismo: “Borges relata que “el destino le deparó uno de los momentos más felices de la historia argentina”. Cuenta que lo conduce un taxista borracho, que va manejando como loco; a llegar al destino, el taxista borracho dice: “Hijos de Espejo, de Astorgano, de Perón, de Eva Perón, de Alsogaray y de todos los ladrones hijos de tal para cual”. Borges reflexiona: “¿Te das cuenta? ¡Si un hombre así está con nosotros hay esperanzas para la patria!”
De todos modos, la primavera pseudodemocrática de Borges murió antes de florecer. La matriz plebeya de la sociedad lo incomodaba, le provocaba crispación. “¿Sabés que ¡Perón, Perón, qué grande sos! –gustaba argumentar- es una marcha escocesa? Está bien, porque demuestra que todo es de pacotilla en este país.” Así fue que decidió fijar residencia definitiva en Ginebra, en consonancia con su renuncia a la ciudadanía argentina. Criado en el seno de una familia venida a menos de la oligarquía apátrida, jamás comprendió a nuestra sociedad, ni hizo esfuerzo alguno por hacerlo, coincidiendo como su predecesor Sarmiento en su común repugnancia hacia las clases populares: “Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar”, afirmaba el “padre del aula”. “La gente decía que Dios era peronista. Qué gusto el de Dios: no me extraña” –sostendría Borges-, quien a menudo le reprochaba a Perón no haberle perdonado que, al ser reporteado en los Estados Unidos, “cuando me preguntaron por su mujer, yo hubiese respondido: ‘Tampoco me interesan las prostitutas’.”
En esa sociedad corroída por la intolerancia y la rapacidad de los poderosos -y de los no tanto, pero que se identifican con sus intereses, en la imposibilidad de incorporarse a su círculo selecto y excluyente- Juan Domingo Perón intentó el retorno después de 18 años de exilio, convencido de que “Para un argentino no puede haber nada mejor que otro argentino”. Su mensaje de pacificación y de unidad cayó en el vacío. La intolerancia endémica pudo más. Todavía sufrimos las consecuencias.