“Jony” Potter, la saga

Por Lucía Braggio.

Capítulo 2: ¿Quién es Jony?

Después de la primera tarde que compartimos, hace exactamente 12 años, me costó creer que ese “monstruo” del que hablaban los medios era (simplemente) ese adolescente (legalmente niño), respetuoso y tímido, aprendiendo a leer y escribir. Hoy sé bien que las imágenes que se construyen, mediática y socialmente, sobre las personas –de cualquier edad– privadas de su libertad, son muy distintas a las experiencias que cotidianamente compartimos con ellas en las escuelas de lugares con muchas rejas. Quizás porque la escuela –la EDUCACIÓN– tramita, habilita y propone otros, nuevos o diferentes modos de ser. Quizás, sencillamente, porque las personas no somos de una única manera siempre ni en todos los ámbitos de nuestra existencia… porque somos seres inacabadxs, en proceso de búsqueda permanente, tomando palabras del enorme y siempre vigente Paulo Freire.

Como sucede en la experiencia humana que encuentra personas para aprender y enseñar, con el correr de los días ayudándolo a leer una palabra o apoyando mi mano sobre la suya para dibujar una letra en cursiva o pensando alguna operación matemática, o jugando al básquet en los recreos (donde yo siempre perdía porque el deporte nunca fue lo mío y porque la altura no me ayuda), con Jony fuimos construyendo vínculo, necesariamente, atravesado por el cariño.

Y así, fui conociendo un montonazo de cosas hermosas en ese adolescente, pero, también empezaron a aparecer, esas reacciones (desmedidas) ante situaciones que, evidentemente, le provocaban enojo, bronca, ira o frustración pero que, al mismo tiempo, no ameritaban o justifican semejantes niveles de despliegue. Sin dudas, esas reacciones (y las “consecuencias” de las mismas y los riesgos en que ponía o podía poner a lxs otrxs), se instalaron como “lo que debíamos trabajar con él” y sobre lo que mantuvimos algunas largas conversaciones parecidas (hasta que llegó de su parte LA pregunta que me hizo entender que era yo la que no entendía nada).

Con Jony teníamos largas charlas por esas situaciones conflictivas, pero también porque sí.

Y desde hace 12 años, más o menos frecuentemente, las sostenemos… y no hubo ni hay vez en la que no me deje pensando/aprendiendo.

En la historia de vida de Jony como en la de la mayoría de los estudiantes con quienes compartí escuela en lugares con muchas rejas, cuando dedicas minutos de tardes durante años a escucharlas y conocerlas, aprendés que en ellas hay dolores, pérdidas, sufrimientos, carencias, ausencias, riesgos, abandono, hambre, pobreza, precariedad, injusticias, desigualdad, expulsiones, exclusiones…  Y que faltaron (o les negaron) derechos, cuidados, recursos (de todo tipo), proyectos, políticas públicas y oportunidades. ¿Con esto justifico o disculpo el delito que hayan cometido quienes sean (declarados por la justicia) efectivamente culpables? ¿Los vuelvo inocentes? ¿Considero que sirve para excusar a Jony por haber revoleado una silla cuando le negaron ir al baño? No, a las tres preguntas. Pero, sin dudas, conocer esas historias te obliga a preguntas y contradicciones. E indudablemente, confirman la mirada que decido poner sobre estos seres humanos, adentro y afuera del aula, y me afirman en la convicción de una intervención que sea condición de posibilidad para la transformación.

Si pienso ¿quién es Jony?, indudablemente, me resulta una pregunta difícil por TODO lo TANTO que es y significa para mí y lo complejas que se vuelven las palabras cuando de afectividad se trata… Sin embargo, para no seguir esquivándole al desafío, puedo decir que es un joven de 28 años que en la escuela me hacía enojar a veces y reír siempre; que estuvo privado de su libertad por dos delitos complejos; que “pagó con su libertad” todo lo que “debía”; que estando preso sufrió el homicidio de su hermano mayor (a quien adoraba y admiraba) por un ajuste de cuentas; que al salir laburó en lo que pudo, lo que encuentra y lo que venga porque está convencido de que, a pesar de todas las dificultades que tiene y tenga, a la cárcel “nunca más”; que la empresa en la que trabajaba decidió despedirlo a él y al resto de los trabajadores días antes del inicio del aislamiento social, preventivo y obligatorio; que es padres de 3 hermosxs niñxs que tuvo junto a B. (su compañera desde que lo conozco); que hace unos días me dijo con el ingreso familiar de emergencia iba a comprar carne y leche para sus hijxs, porque “nosotrxs (incluyendo a B.), con pan y mate cocido, nos arreglamos”; que vive en uno de los miles de barrios vulnerables (para no decir pobres) del conurbano bonaerense… Y un montón más que de a poco voy e iré procesando en palabras…

Nos conocimos a fines de mayo de 2008, en la escuela primaria del Centro Rocca, y nos despedimos en octubre de ese mismo año. Es el día de hoy que me cuesta entender cómo un vínculo tan fuerte, duradero y vigente haya surgido de compartir tan sólo 5 meses de escuela.

¿Será que la cantidad no entiende de intensidad?

¿Será que fue él (y no el coronavirus) quien comenzó a enseñarme (entre tantas otras cosas que aprendí con y de él) que los vínculos del cariño y el amor no saben de distancias físicas porque cuando se arman, se sostienen, resisten y se acomodan a las circunstancias, no admiten distancia alguna?…

La foto del primer grupo de adolescentes que tuve a cargo hace, exactamente, 12 años. A ellos y a todos y cada uno de los estudiantes con quienes he compartido aprendizajes en la escuela de los lugares con muchas rejas, les deseo, profundamente, que la vida los encuentre en un lugar más sano, feliz y –por, sobre todo– libre o que ese momento les llegue lo más pronto posible.