Imaginemos… el país que queremos
Por Maximiliano Rusconi.
El tomar decisiones no es una actividad para despreciar. Decidir implica que nos encontramos en momentos trascendentes. Cuando somos más viejos explicamos usualmente nuestra vida, a quien quiera escucharnos, organizada en capítulos que remiten a 10 o 20 grandes decisiones vitales que explican y justifican donde estamos. Los éxitos y los fracasos.
Si tomar decisiones para uno es muy importante y difícil, imaginemos que tan conmovedor y movilizador puede ser el estar en situaciones o lugares en donde se espera que tomemos decisiones que afectarán a 30, 40 o 50 millones de personas. A los que conozco y a los que ni siquiera vi una sola vez. A quienes vienen de años de felicidad y a quienes sobreviven de décadas de sufrimiento y olvido.
Quien ejerce el cargo de Presidente de la Nación, lo haya buscado o lo haya sorprendido la coyuntura, está en un lugar en donde es inevitable tomar decisiones que van a afectar a muchos.
En ocasiones esas decisiones no tienen ni margen para la espera o dilación, ni margen para el fracaso. Eso sucede en países como el nuestro que han sido muy castigados institucional, moral y económicamente. Países en los cuales, sin perjuicio de ello, los albañiles, contadores, empleados y empleadas de un kiosko, maestros y maestras, investigadores, empresarios y empresarias, médicos y médicas, todos, de diversos colores en la piel, de esta o aquella religión, de diferentes situaciones socio-económicas, edad, historia personal, han depositado una enorme expectativa en que sus vidas y la de quienes componen su entorno afectivo puedan mejorar a raíz de ese conjunto de decisiones. Por ello, insisto, ni puede dilatarse el desarrollo de esos caminos ni puede llevar (nuevamente) a un fracaso.
Hay deterioros que llevan 50 o más años de evolución, hay otros que se han profundizado en los últimos 5 o 6 años, hay anomias sociales que ya imperaban en la época revolucionaria, hay mezquindades que aparecen rauda y recientemente, y hay momentos en los cuales ya no se puede esperar.
El país requiere el desarrollo de un modelo económico que nos devuelva la hidalguía comunitaria. La Argentina no ha sufrido guerras ni globales ni extensas (salvo aquellas que han llevado a nuestro propio nacimiento como nación independiente), pero el nuestro es un país que por devastación o desidia es enormemente pobre. Es por ello que hay que tomar decisiones.
Nuestra comunidad toda se ha acostumbrado a vivir sin reglas, hasta el punto que el camino de la legalidad ha perdido incluso su prestigio individual y social. No podemos seguir así, porque, sobre todo, en la ausencia de reglas se nutre la desigualdad y el camino allanado al más poderoso. Ello explica que también en este ámbito haya que tomar decisiones.
Nuestros gobiernos, incluso el actualmente vigente (ni hablar el anterior) se ha acostumbrado demasiado a la ausencia de transparencia. Ello requiere de un serio y profundo trabajo de una política pública que cambie el escenario de controles a la hora de ejercer un poder. Basta de ejercicio de poderes monopólicos, basta de discrecionalidad.
El sistema judicial ha perdido lo poco que le quedaba en lo que respecta a la confianza de la gente en sus fallos y resoluciones. La independencia judicial ha devenido en un corporativismo inmoral sólo destinado a proteger los privilegios y muchos jueces y fiscales no sienten que le deban al ciudadano de a pie ni la verdad, ni el respeto a la ley.
Desde el punto de vista de la textura social del país, salvo pequeños quiebres en las curvas, la Argentina demuestra una creciente desigualdad. A diferencia de lo que supo suceder en algún momento, el origen de Juan, Pedro o María determina de modo dramático el futuro de cada uno de ellos.
Sectores muy importantes de nuestro periodismo han descubierto que la mentira es una fuente de poder, cuya inmoralidad a nadie le interesa. Incluso, hay momentos en los que los sectores de poder se ofrecen como coautores de la mentira como elemento de destrucción al prójimo.
No cabe duda que hay que tomar decisiones.
El sistema educativo (nos guste o no) está en crisis y de este modo estamos dando cada vez menos herramientas a los jóvenes para que en el futuro luchen con buenas armas a favor de su desarrollo individual y social.
Hay una absoluta ausencia de un sistema de prevención del delito. Policías que no actúan para nada, o se exceden de un modo irracional en el uso de la violencia. Ciudadanos expuestos a perder su vida o su integridad física en cada salida de sus casas.
Yo imagino un presidente que elige para cada lugar a los mejores, que no elige a sus amigos, que advirtió que ello no aumenta el riesgo de deslealtad.
Imagino un plan de gobierno expuesto, difundido, explicado.
Imagino un conjunto de prestigiosos integrantes de un gabinete que salen a defender con uñas y dientes una propuesta de país mejor.
Imagino proyectos de ley de buena factura, leyes de presupuesto que sean responsables de nuestra mejora como país y no herramientas de encubrimiento del desastre financiero.
Imagino una política exterior que nos acerque a los principales países para mejorar y a los países que peor la pasan para ayudar.
Imagino dignidad en cada frase que sale de nuestro país al exterior. Imagino una lúcida participación de nuestros compatriotas en los foros internacionales. Imagino firmeza en las convicciones, pero también en la defensa de la tolerancia.
Imagino un país que se construye con decisiones que no pueden dilatarse en el tiempo y que no pueden equivocarse ni en el diagnóstico del problema ni en el desarrollo de la solución.