Hacia una Economía del Cuidado
Por Fernanda Vallejos. Economista. Diputada Nacional. Alejandro Romero. Filósofo
Probablemente los lectores y lectoras de Identidad Colectiva han leído o escuchado referencias a la “economía del cuidado”. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de “economía del cuidado”?
El contexto en el que nos encontramos, signado por una crisis sanitaria, económica y social, de escala global y sin precedentes en la historia del capitalismo, nos invita a reflexionar. Sobre la vida y el futuro.
Economía del cuidado, economía hogareña
Si se busca una definición, todas las referencias remiten a algo diferente: en primer término, la economía de los cuidados hogareños. Un significado que lleva a los orígenes del término en la filosofía de Aristóteles, donde la “oikosnomía” era la administración de la casa familiar. Y donde la economía de la Polis estaba orientada a la reproducción social, no a la ampliación de poder y riqueza, que es criticada por Aristóteles como “crematística ilimitada”. La otra acepción incluye dentro de la economía del cuidado todos los servicios de cuidado de personas, no sólo los hogareños. En un caso como en el otro, el término refiere a un sector de la economía, no al conjunto del sistema. Un sector que no ingresa en los cálculos macro-económicos y, en el caso de los cuidados hogareños, cuyos agentes no perciben remuneración alguna.
¿Reproducir o producir: qué es lo central?
Este sector fue excluido de las cuentas porque, como el mismo Carlos Marx señala, se trataría de la mera “reproducción de la fuerza de trabajo”. Es decir: una condición de posibilidad para la producción misma, pero no un aspecto central de ésta. Otro tanto ocurrió con los recursos naturales, los ecosistemas y el clima mismo. Se consideran supuestos del ejercicio económico de los que la economía no tendría por qué ocuparse.
La vida, tanto natural como humana, aparece así, en el pensamiento económico convencional, tan sólo como un “factor de producción”. Un instrumento. No un valor intrínseco. No un fin primero y último de los esfuerzos productivos. Orientados, en cambio, a la acumulación de riqueza y poder.
Con ello se oculta que, sin vida, como señaló muchas veces el actual presidente, no hay libertad, ni actividad, ni sentido posible.
Una pregunta esencial
Aquí reside, entonces, la clave de la cuestión: qué es y qué debe ser lo central en la economía, ¿lo “productivo” o lo “reproductivo”?
En todas las formas hegemónicas de la teoría económica lo central es, hasta ahora, lo productivo. Lo que “genera” nueva riqueza. La transformación de todo patrimonio en capital. Y la “reproducción ampliada” de ese capital. Lo reproductivo queda relegado a las condiciones de borde del pensamiento y la práctica económicos, objeto de otras disciplinas: la demografía, la salud pública, las ciencias de la educación, la ecología, la sociología. Su garantía queda en manos del Estado y, cuando éste “se retira”, o es cooptado por las élites oligárquicas, su defensa pasa a manos de las organizaciones de resistencia que pueda darse el pueblo (sindicatos, organizaciones sociales, mutuales, cooperativas).
Para colmo, cuando esas “condiciones de posibilidad” ingresan al campo de la economía, se las considera en su carácter de mercancías. Subordinadas a la lógica de la ganancia, el intercambio y la acumulación. Consideradas como valores de cambio. Despojadas de sus aspectos cualitativos en tanto valores de uso, satisfactores de necesidades humanas básicas. Realizadores de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales hoy reconocidos. Pero no garantizados.
La importancia de lo reproductivo
Esta respuesta que el pensamiento económico convencional da a aquella pregunta, hace por lo menos 50 años que es puesta en cuestión. La reproducción de todas las condiciones de posibilidad de la vida misma -ya no sólo de la economía- se nos muestra, desde mediados del siglo XX, amenazada como resultado de la propia actividad productiva y de consumo de los seres humanos, toda ella organizada por la lógica de la acumulación de ganancia. Si el resultado del “progreso”, de la expansión constante de la producción y la acumulación de “riqueza”, debía ser liberar a los seres humanos de la escasez y de las variaciones de la naturaleza (Kant, pero también Marx), ese resultado hoy -retirada del Estado de Bienestar mediante- se ha invertido: el mismo crecimiento económico, dirigido a la acumulación ilimitada, genera condiciones catastróficas de miserabilización general y de destrucción de sus propias condiciones bio-físicas, y aun psico-sociales, de posibilidad. Destruye la vida misma. Humana y no.
En consecuencia, lo reproductivo pasa a primer plano: está en cuestión la reproducción de los equilibrios macro-climáticos; de los recursos naturales; de los equilibrios ecosistémicos; de multitud de biomas; de las especies vivientes; así como la posibilidad de seguir contando con una provisión razonable de recursos naturales no renovables. Con ello, se discute la reproducción misma de toda cultura humana, e incluso de la vida misma. Pero esto no alcanza para producir una transformación generalizada de los patrones de producción y consumo. Del modo en que la comunidad humana se organiza planetariamente para tratar con sus necesidades y deseos. Y la necesidad de esa transformación es ocultada y adversada por quienes se benefician o esperan beneficiarse del orden existente.
La expresión “economía del cuidado” cobra así un significado que la vincula con la idea de una economía que ponga en el centro de sus preocupaciones, y como criterio principal de eficacia y de valor -no sólo ético, sino económico y político- el cuidado de la vida, del despliegue de sus potencias creadoras y de sus condiciones de posibilidad.
Economía del cuidado de la vida, sus potencias y su reproducción
Si una economía del cuidado es una economía cuyo fin y sentido es la reproducción de la vida, sus potencias y sus condiciones de posibilidad, no puede seguir tomando como fines en sí mismos la producción y, menos aún, la ganancia. La producción es sólo un medio. En cuanto a la ganancia, aun considerada como fin individual legítimo, debe quedar subordinada a la función social de la producción.
Una economía del cuidado debe tener como fin la satisfacción de todas las necesidades básicas -biofísica y culturales- de los seres humanos (incluida la de reinventarse, recrearse y renovarse), lograda de un modo que permita a la comunidad humana cuidar los recursos de los que depende, los ecosistemas de los que participa (que hoy son prácticamente todos los ecosistemas del planeta) y los equilibrios en los ciclos climáticos, al tiempo que disfruta de ellos.
Incompatibilidades
Es fácil ver que esto no es compatible con el derroche de energía y de recursos implicados en los estilos de producción y consumo actuales en los países “modelo” (del primer mundo, o desarrollados). Esto fue demostrado por todos los “modelos del mundo” encargados a comienzos de la década del 70 del siglo pasado por el Club de Roma (“Los límites del crecimiento”; “La humanidad en la encrucijada”; “Catástrofe o nueva sociedad”).
Una economía del cuidado no es compatible con las políticas de obsolescencia planificada que se instalaron desde mediados del siglo XX con el objetivo de resguardar la tasa de ganancia de las empresas. Ni con las políticas de “externalización” de los costos ambientales que constituyen la norma. Ni con la competencia nacional e internacional ilimitada por la apropiación y acumulación de recursos y “mercados”, generadora de derroche. Ni con la práctica de “destrucción creadora” -destrucción de vida y patrimonio, creación de oportunidades de negocios- que son las guerras. Ni con la consideración como bienes mercantiles privadamente apropiables de satisfactores indispensables de las necesidades de los seres humanos: la alimentación, la energía, el agua, la educación, la información, el conocimiento, los bienes y servicios relacionados con la salud. Tampoco con la apropiación privada y mercantil de las condiciones de posibilidad de su producción: la tierra, el patrimonio genético, el trabajo humano. Ni con la concepción de la “economía real” -la explotación, transformación, comercialización y consumo de recursos- como mero soporte para la realización de activos financieros. Ni con la noción de que participar del ciclo económico es esencialmente identificar y aprovechar las “oportunidades de negocio” que se presenten, en lugar de cuidar la vida de las personas, las comunidades y el ambiente).
Nuevas “centralidades”, nuevos criterios de eficacia y de racionalidad
Es que el concepto mismo de “negocio”, es decir, de extracción de ganancia monetizable, como fin último del ejercicio económico es incompatible con una economía del cuidado y la reproducción eco-social de la existencia, que no puede estar gobernada por una sistemática competencia, individual, empresarial, o siquiera estatal o internacional. Sólo podrá desplegarse gobernada y regulada por una concertación constante, en todos los niveles y prácticas, acerca de necesidades, intereses, desarrollo de potencias creadoras de acción, y atención a la sostenibilidad de los modos de hacer y vivir. Una concertación que implica conflictos, pero que debe resolverlos mediante un conjunto nuevo de prácticas de convivencia generalizada. Algo sólo posible si se considera a los demás como iguales, aun en su diferencia.
Se advierte la magnitud del desafío. Por eso la racionalidad ya no puede ser concebida en su forma instrumental, como “la disposición de los mejores medios para alcanzar un fin cualquiera”, sino que debe concebirse como una función del cuidado generalizado de la vida y sus condiciones: como el conjunto de prácticas y criterios que los seres humanos podemos desarrollar para comprender mejor, entre todos, el mundo en que vivimos y para poder, junto con ello, reunir lo plural, diverso y conflictivo que somos en una unidad solidaria, dinámica, reproductiva, amorosa (y no odiosa y temerosa), sostenible en el tiempo y en la que quepan todos los entes, humanos y no humanos, que participan de la misma y que, con su participación, la sostienen.
Desafíos
A nadie escapa que son importantes las dosis de solidaridad, conciencia, racionalidad (entendida como capacidad para articular diferencias y mediar convivencialmente los conflictos), trabajo colaborativo y dialogal, humildad y generosidad, coordinación de proyectos, intereses y acciones que harán falta para encarar con éxito la transformación, sin duda, más desafiante que la cultura y la especie humana han tenido que enfrentar en los últimos 10 mil años, desde la revolución agrícola y urbana.
Hoy, la producción ya no representa un problema primario. La ciencia y la técnica cuentan con recursos para desarrollar soluciones creativas y constructivas… siempre y cuando se liberen de su servidumbre a la ampliación de la tasa de ganancia y a la acumulación de poder de dominio. Es decir, siempre y cuando el fin principal de toda la actividad de los seres humanos, no sólo la científica y técnica, sea garantizar los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, a la vez que los civiles y políticos, de todos los seres humanos sobre el planeta, de modo sostenible en el tiempo.
El camino que puede conducirnos a ello desde las actuales condiciones de vida, gobierno, producción y reproducción no será fácil. Las transformaciones serán turbulentas, paulatinas y no exentas de contradicciones, errores, contramarchas, conflictos. Pero no habrá sostenibilidad posible si no combatimos sistemáticamente la desigualdad. Si no compartimos lo que existe y puede ser reproducido. Si no reducimos nuestros consumos no necesarios y no reemplazamos, como fuente de satisfacción y bienestar, el consumo ilimitado de bienes y servicios por la realización y el cultivo de ciertas prácticas y actividades (no hay balance energético ni de recursos que se sostenga con las actuales tasas de consumo per cápita en los países desarrollados). Si no rediseñamos el modo que tenemos de urbanizar, gobernarnos, producir, consumir y disfrutar, de manera que todas y todos podamos participar de ellos, participar de la vida en común repartiendo recursos y esfuerzos, en un planeta que requiere ser desprivatizado y compartido, para poder ser cuidado por todas y todos.
Lo que también requiere concebir como fundamento de la libertad ya no la propiedad, sino el reconocimiento del otro singular como otro legítimo en la convivencia: el lazo social solidario. Así también, requiere concretar su autogobierno por medio de una estatalidad reguladora, inteligente y eficaz, pero participativamente distribuida, abierta y democrática. Sobre la que no pesen los poderes de extorsión y soborno derivados de la concentración de la riqueza y la propiedad.
Ya en camino
Miradas con este prisma, ideas como la que enuncia el presidente Alberto Fernández cuando dice que lo más importante es el cuidado de la vida de las personas, y no el desarrollo “normal” de la actividad económica, tienen un indudable contenido creador. Adversan el principio capital que indica que la vida de las personas es un mero recurso para la producción de riqueza y la expansión de ganancia.
De allí que, si la comunidad hace suyo este nuevo criterio práctico de valor -la vida de las personas está primero que todo, es lo único sagrado-, muchas actividades privadas que el avance del neoliberalismo instaló como legítimas se verán cuestionadas en la medida en que comprometen sistemáticamente ese cuidado de la vida y de las condiciones para su expansión. Y muchas acciones de gobierno, muchas intervenciones del Estado en relación con las actividades privadas, empezarán a ser reclamadas como necesarias: la participación pública en actores estratégicos (puertos, comercio exterior, energía, medicamentos, etcétera); la gestación de estructuras impositivas progresivas; la reconstrucción de un Estado capaz de planificar, regular y controlar, de asegurar el cumplimiento de leyes de cuidado ambiental y de cuidado social; la reforma de las leyes que regulan el sector financiero, para orientarlo hacia la producción; la promoción de una economía social cooperativa, la gestación de un salario mínimo vital para todas y todos los que desempeñan tareas reproductivas y de cuidado, y un largo etcétera.
De allí que la perspectiva que privilegia la vida por sobre la ganancia sea adversada tenazmente por quienes han hecho de la acumulación de poder y riqueza un fin en sí mismo. Un fin que, por su propia naturaleza, es contrario a una lógica, una filosofía, una cultura y, desde ya, una economía del cuidado, de la reproducción eco-social sostenible de la existencia.
Quienes no conformamos aquel grupo de élite, que hoy no representa más del 5% de la población mundial, deberíamos combatir nuestros miedos, nuestras desconfianzas, nuestra comodidad y nuestro encierro sobre nosotros mismos, e intentar abrirnos a formas nuevas de colaboración, cooperación, amistad, pensamiento y activa participación crítica y solidaria, si de lo que se trata es de avanzar hacia una civilización del cuidado y la reproducción eco-social sostenible de nuestras existencias y de la vida en nuestra Casa Común.