Entre recuerdos y nubes de olvidosa-a Luis,mi primo-

Liliana Etlis

Dedicado a mi primo, Luis Gruss.

Caminaba en un espacio muy cercano a las dimensiones que deseaba, mi cuerpo se podía mover libremente solo durante fracciones de tiempo, ya que la Avenida continuaba vacía en su mayoría al igual que sus veredas; aprovecharía con esta oportunidad del casi vacío de personas deambulando ir en busca del reportaje que tenía casi preparado y que terminaría en un café de la esquina del barrio.

Tenía que caminar cuatro calles y atravesar tres tilos florecientes en un cálido clima poco común en esta época del año. Mi estatura lograba que mis brazos ayudaran a las callosas manos continuas, llegar hacia algunas hojas que luego por la noche, bebería en pequeños sorbos de té de tila fresca para poder anochecerme.

Mi boca, de tamaño peculiar, armoniza con mi extremada mandíbula inferior pero no así mis dientes que por la edad, se fueron desplomando por la falta de calcio durante mi infancia, problema que fue solucionado con implantes de fino material incrustado en los huecos de la cavidad donde descansaban las zetas de mis eternos diálogos. Allí, en la última letra del abecedario, quería decir que iba a ser el último de la familia en caminar por las nubes y pienso que muchxs que me han conocido profundamente lo saben y otrxs lo ignoran, simplemente ellxs prefirieron transitar el mundo con otras letras vanguardistas o mudas.

No ayudaba en esta arquitectura el poco cabello que a medida que transcurría los años se iba blanqueando en diminutos hilos plateados.

Me producía mucho desgano últimamente observar mi rostro con la luz del mediodía, tenía asperezas que me ocupaban parte del tiempo en curas eternas con cremas dermatológicas. En nosotros, pienso, se nos estigmatiza mucho socialmente cuando las compramos en la farmacia, la crema para la cara afecta la masculinidad ilusoria para los que tienen poca masa cerebral, pero mi cuidado corporal siempre fue conservado por las zetas de mi vocabulario, era una letra protectora.

A veces quiero gritar hacia afuera pero no es mi estilo, generalmente me aíslo en el bar de la Avenida Independencia y escribo aislado de las personas que me afectan el alma. Soy por momentos desenfrenado con las ideas y su transmisión a través de la palabra y generalmente deseo evitar y estar al margen de situaciones familiares.

Tenía además otra incomodidad con el aspecto de mi exagerada mandíbula inferior. Era muy desproporcionada, como si mis contornos fuesen discontinuos entre la misma y mi nariz genéticamente heredada de alguna parte de la familia.

El sonido del viento acarició la idea de un recuerdo, mi charango y el cuatro venezolano adherido a mis dedos, se transformaban en livianos y rápidos músculos que acompañaba los tonos de aquellos encuentros, donde la amorosidad y la lucha por las utopías acordaban asaltar el cielo en alguna hora del tiempo circular mundano. Sólo aquellos acostumbraban acariciar sus cuerdas en un rincón, cortejar las melodías de Cecilia Todd y otrxs y mi voz visceral que salía de mi cuerpo buscando libertades acurrucadas por mucho tiempo en los adentros.

En mi habitación había un piano donde pocas veces descansaron los dedos ancestrales de mi abuelo materno con una melodía que tocaba de oído pero preferí acurrucarme al charango y al cuatro venezolano como sentipensaba anteriormente.

Mi personalidad estaba más expuesta, dado que adornaba las paredes de mi habitación al estilo setentista, con símbolos que me identificaban como la imagen de Ángela Davis y su inmensa cabellera, libros como Rayuela de Julio Cortázar y otros como Cesare Pavese, Alberto Szpungberg, Fernando Pessoa estaban brillando en la biblioteca; además los discos, abanderando la pila de los que estaban en el mueble, perpendicular a la cama primeramente el de Serrat, aquél donde la letra sobre Miguel Hernández, sintetizaba parte de mi vida:

Llegó con tres heridas

La del amor

La de la muerte

La de la vida

Llegando casi a la esquina, mi destino en el bar donde terminaría de una vez por todas los reportajes transcriptos en el cuaderno Rivadavia, me aceleraba mi reloj interno una necesidad de volcar en las hojas las palabras, sumando las desparramadas sueltas escritas a último momento.

Ingreso al cafetín percibiendo la incomodidad de cómo estaba vestido, con mi ropa de siempre, pantalones sueltos por fuera de la moda actual con remera casi gastada por el tiempo. Elijo una mesa lateral a la vidriera que daba hacia la calle, podía observar a los que se iban acomodando dentro del bar para ingerir tal vez otros manjares de la vida como licuados, gaseosas, pasteles, acorde a la hora de la merienda. Mi cuerpo tenía por momentos movimientos torpes y a veces no acordaba con la armonía.

Me siento en una de las sillas de madera pulida y le pido al mozo un café doble con canela y crema, acompañado por una medialuna de grasa. Era muy común ese pedido en mí ya que me producía la sensación de estar consumiendo por fuera de la dificultad ceceante ya que al mozo sabía que le pediría siempre lo mismo. Mi costumbre ante los horarios de merienda impedía romper lo establecido, como si la norma interna funcionara como un sistema similar al reloj de arena. La puntualidad estaba cronometrada con mis jugos gástricos en forma llamativa solo por fracciones de tiempos.

Quedé observando mi entorno y descubrí una mujer con sombrero, casi salida de las canciones de Silvio Rodríguez, tenía un nombre en su chaqueta blanca hospitalaria y su belleza me recordaba los deseos que siempre tuve de tener una mujer ya que mi soledad estaba opacada de lejanías familiares. Desde mi lugar la observaba sentada un largo rato, ella ubicada en la mesita que quedaba cerca de la escalera, parecía con su rostro, un llamamiento al pasado y mientras trataba de recordar de donde la conocía o a quién se parecía la observé cómo merendaba.

Comía muy lentamente al igual que la atención que le daba al ritual, como una ceremonia entre sus adentros y su exterior. Notaba una dificultad al masticar, tenía más la tendencia de hacerlo más de un lado que del otro lo que supuse un problema dentario.

Seguramente pensaba en alguna historia mientras merendaba ya que miraba casi insistentemente un punto fijo como si recordara algún momento de su vida y quedaba con sus músculos con sorprendente movilidad acorde a su mirada con poco desplazamiento en el acto del mirar. Sus movimientos eran vibrantes, flexibles, blandos en su ingerir, opuesto a mis estrictas casi pegadas tendencias de mi corporeidad a la estreches, aquellos me invitaban al misterio y la extrañeza de un pulso que recorría algún lugar de mis emociones.

Atentamente mi mirada recorría el lugar que ella había escogido, me gustaba, tenía encanto porque al estar al lado de una escalera recibía dos aires que se juntaban, el que venía de un afuera y el de un adentro. Iba soltándolo a medida que transcurrían los minutos de espera y viniese el mozo a traerle su pedido que milagrosamente era similar al mío. Anteriormente le dijo con voz muy natural Café doble con canela, crema y una medialuna de grasa y ambos, cada uno en su lugar, nos preparamos para el ceremonial después que el mozo acercara su bandeja circular como la luna llena, nuestros pedidos.

Ella presionaba la taza blanca con gruesos bordes al llevarse a su boca la misma para sentir su temperatura en pequeño sorbo de café, endulzó y luego con canela y crema siguió su ritual. Con los dedos acompañando su mano tomó un vaso con agua transparente en un vaso de vidrio ahumado, algunas gotas quedaban en sus labios enmudecidos, luego los secó con la servilleta que anteriormente se había colocado por encima de la ropa. Tomó el café acompañado de la medialuna donde primero la partió en dos, una punta encorvada al techo y la otra descansando en un platillo blanco que hacía juego con la demás vajilla.

Llenó su boca con gusto lo cual hacía suponer la gratificación hacia los placeres de la vida como sentir el presente, el aquí y ahora.

A diferencia de mis estados casi nostálgicos tomé mi taza de café con desarmonía, primero la mitad de la taza sin crema ni canela ya que estaba transcribiendo el reportaje y la erotización de la mujer con sombrero me hizo olvidar la canela y la crema. Luego vertí lo faltante y comí en forma desordenada la medialuna en un solo momento.

El toque de distinción de este lugar era los floreros con azucenas en agua y la música de jazz en donde circulaba entre una tonalidad baja y amena, situación que me dejaba en el terreno de la incógnita de regalarle a esa mujer, una flor para unir una palabra con la suya pero todo ocurrió en una dimensión imaginaria.

Así terminó poco a poco dejando vacíos en los platos que estaban encima de la mesa de madera, las migas de medialuna y la servilleta arrugada y suelta hacían un panorama envuelto de cotidianeidades.

Bebió el último sorbo que quedaba en la jarra de agua transparente. Pidió la cuenta con una mirada hacia el lugar donde se encontraba el mozo. Éste entregaría su cuenta y pasando por el pasillo del café aprovecho en pedirle mi cuenta.

Busco mi billetera ubicada en el bolsillo derecho del saco que había colgado al comienzo en el respaldo de la silla y entrego unos billetes dejando en la mesa una propina con monedas que tenía en alguna parte del pantalón.

Ella se levantó muy despacio de la silla que estaba por detrás casi muy cerca de la mesa donde escribía y esperó a que su cuerpo se acostumbrara nuevamente a la verticalidad.

Se alejó y yo, sin haber recordado ni su rostro ni lo que me ataba a esa escena, continué transcribiendo el reportaje sin saber el por qué había seguido el ritmo de la tan bella mujer del sombrero y sus luces.