El silencio no es mi idioma: Algo que está mal
Por Lucía Braggio.
Al momento de pensar las cárceles, de pedirlas, exigirlas, construirlas y celebrarlas, sobrevuela la idea de que adentro están les delincuentes: personas malas, violentas, infractoras y criminales, y afuera las víctimas: inocentes, buenas, honestas y trabajadoras.
Sobre ese preconcepto, al menos dos cuestiones. Por un lado, esas categorías construidas sobre unas versus otras, que nos parecen excluyentes entre sí, no lo son. Yo me considero ‘buena’ pero he fotocopiado libros; tengo colegas que trabajan mucho pero son terribles cargas, ¿quién no pasó un semáforo en rojo o se subió a un medio de transporte sin pagar? No se es una cosa o la otra, se es varias al mismo tiempo. Por otra parte, los lugares en los que estamos las personas tampoco son exclusivos; personas malas hay en todos lados: en el laburo, en el edificio, en el barrio, en los balcones caceroleando a favor de la pena de muerte (sin decirlo) o en las calles reclamando ¿libertad?… En fin, hay personas malas adentro y afuera. Y varias de las que están afuera deberían estar adentro. Y viceversa.
Entonces, el “ser o no ser” no sería la cuestión, ni tampoco “de qué lado de la reja se está”. A algunes nos parece más acertado pensar que en las cárceles hay personas que hicieron algo que está mal. Sin embargo, cabe recordar que en su mayoría están procesadas lo cual significa que son inocentes. Y, del mismo modo, también valdría preguntarnos cuántos y cuántas que hicieron (o hacen) algo mal andan dando vueltas en el medio libre.
Derribadas las falsas creencias, podemos avanzar en otra cuestión, quizás la central: ¿Qué algo está mal?, ¿Qué daños causados nos preocupan o nos importan?, ¿Qué conductas no toleramos? ¿Qué crímenes nos espantan? En el lugar de muchas rejas en el que trabajo hay un sector (alejado del edificio central donde está ‘la población’) que aloja a presos de las fuerzas de “(in)seguridad” del Estado. Y yo me lleno de bronca, de preguntas y de contradicciones cada vez que tenemos que ir a tomarle examen (o incluso darle clase) a alguno de ellos, que no asisten a la escuela con ‘los otros’… Porque no se pueden juntar, porque, paradójicamente, deben tener miedo.
Cobardes que fusilan por la espalda, pero no se atreven a compartir el aula con los potenciales asesinados por sus balas impunes; “valientes” apadrinados por el gobierno de turno que le temen al “mano a mano” en la escuela con los mismos pibes a quienes, aún por sospecha, les disparan; agentes represivos que no dudan en gatillar y torturar, en nombre del Estado, pero les da terror estar de igual a igual con quienes por acción o por abandono podrían ser sus víctimas.
Claudia Cesaroni, incluso nos advierte: “no deberíamos olvidar que la violencia estatal no siempre requiere un balazo por la espalda, es decir, una prueba evidente. A veces, la violencia estatal es una amenaza, o una frase, o la mera certeza de que algo malo te va a pasar. (…) cuando hablamos de violencia estatal, (…) hay que poner la mirada no solo en la brutalidad evidente, la que provoca muertes por disparos o por golpes o por dejar encerrada a la gente para que se queme viva, sino muy especialmente en todo lo previo que sucede. Desde los discursos de odio hasta los hostigamientos cotidianos”.
¿Qué delitos y cometidos por quiénes nos parecen graves?
Siempre pienso y me pregunto ¿por qué a mí me toca ocuparme educativamente de los tipos que detienen, hostigan y/o matan a los adolescentes y jóvenes con los cuales trabajo desde hace 12 años? A mí esas personas me parecen malas. Pero eso no importa y sería borrar con el codo lo que escribí al principio. Lo que sí importa es que cometieron crímenes gravísimos.
A pesar de mi enojo y mis debates internos, ya dije (y no lo digo yo, está escrito) que el derecho a la educación es un derecho humano que no admite distinción alguna y no voy a construir, para esos seres, una categoría que se los niegue. Porque valdrá para construir otras sobre les miles y mayoría de Jonys que se hacinan en las cárceles sin distancia social. Entonces, no. ¿Objeción de conciencia? Podría ser, pero es la misma que termina obligando a niñas (no madres) y personas con capacidad de gestar, a parir. Entonces, tampoco.
Termino este artículo con profunda preocupación y lamentando (otra vez) la creación de ‘más plazas’ que no sirven porque no resuelven el “problema” que se pretende resolver, en el marco de un Plan Integral de (In)Seguridad. Un Plan que empodera a las fuerzas represivas, presentado la misma semana en que una necesidad se vuelve delito y días después de que confirmamos que ES Facundo. El Estado es y será responsable.