El amor en las calles
Por Julián “Chula” Ruiz.
Cuando estaba en la secundaria no fui el mejor alumno, tampoco el peor. Era un punto medio tirando para abajo.
No me tocó una escuela fácil, para nada. Venía de que me rajen de una católica/privada donde la gran mayoría de los pibes se comportaban de forma bastante revoltosa y eran hijos de familias más o menos acomodadas. Yo estaba becado, por eso podía ir ahí. Pero un día “la vieja Lupi”, decidió no renovar la caridad conmigo y fui a parar a la técnica de Muñiz.
Yo creía que los pibes de la privada eran quilomberos, pero recién en mí nueva escuela entendí lo que eso significaba. Ya en mí primer día de clases me tocó agarrarme a las piñas por llevar una camiseta de mí club. Bueno, agarrarme a piñas es una forma de decir, me cagaron a palos.
Hubo un pibe que sin conocerme saltó para mí, vio la paliza que me estaban dando entre tres vagos más grandes y se metió de una. Inexplicable la de golpes que nos metieron a los dos.
Ese pibe era Felipe. Un flacucho rubio de flequillo bien marcado que se metía los pantalones adentro de las Topper, todo un rolinga de la época. Yo que era bastante punki, me tragué ese bronca estúpida que nuestras tribus urbanas tenían y me amigué con el enemigo íntimo de mí pasión musical que no tuvo ese prejuicio para defenderme.

Con Felipe vivimos de todo, repetimos juntos ese año al borde de quedar libre por las faltas que tuvimos cuando nos rateabamos pensando que nos iban a pegar. Hermanamos nuestra práctica deportiva en la bicicletería que con su corta edad puso a la vuelta de la escuela. Recién veníamos del 2001 y teníamos que laburar, no teníamos muchas chances. Formamos nuestra primer banda musical con los pocos acordes que conocíamos, no salimos a tocar a ningún lado pero fue una gran banda, “La Sharon”.
Felipe siempre fue así, un pibe de barrio bajo que te empujaba a hacer de todo. Para el siempre podías solo, y sino, te ayudaba. Todo un copado.
Nunca le importó mucho ser minoría a la hora de pelear, así como cuando me conoció a mí y cobró, tuvo miles. Algunas más dolorosas que otras. Pero ninguna como la del 25 de mayo del 2009.
Era un feriado. Llovía. El rolinga quería hacer un asado con los pibes.
Cómo siempre dispuesto a poner todo para que sus amigos la pasen bien. Faltaba cerveza y su disposición para ir a comprar fue la de siempre. Salió al kiosco y se encontró con que dos flacos la estaban apretando a la kiosquera con un chumbo y una punta.
No sé si Felipe se asustó, si sé que les pidió que bajen el arma y dejen a la chica en paz. Típico, se iba a meter. Los locos se dieron vuelta y lo pincharon en el pecho, ese pecho enorme de un pibe de barrio que no se cansó nunca de dar amor a sus amigos.
Felipe tenía 19 años, no sobrevivió a esa puñalada. A los chabones los agarraron las pocas cuadras, después nos enteramos que el asesino era un gendarme que había salido a robar y nos quitó al amigo de fierro que nos empujaba a salir de las malas brindando su ayuda en todas, enseñándonos que el amor está en todos lados, hasta en las calles más peligrosas. Solo que a veces te cruzás con hijos de put* que pueden oscurecer hasta el día más claro.