Educación: Adaptarse a la virtualidad
Por Alberto Sileoni.
Mi primera clase sucedió un 19 de mayo de 1975, en una escuela secundaria de adultos; desde esa noche, casi ininterrumpidamente fui docente de aula, más allá de haber tenido otras responsabilidades.
Hace unos días comencé un nuevo año académico en la querida Universidad Nacional de Hurlingham y será la primera vez en 45 años que no entraré a un aula física, que no miraré a los ojos a mis estudiantes, ni veré sus rostros, ni nos reiremos ni discutiremos juntos, cercanos, inmediatos, disfrutando la tarea.
La educación, la transmisión de conocimientos, conlleva situaciones de proximidad y contacto, para poder reaccionar ante la actitud del otro, a su interrogación, a su reclamo, a su disidencia, a sus emociones. Casi como ninguna otra actividad humana, es esencialmente vincular, un encuentro profundo con otras y otros.
Este ciclo que comienza no tendrá esas características. ¿Cómo será? ¿Cómo transitar este incierto camino pedagógico? Por supuesto, sabemos que desde hace muchos años existen estudios a distancia de probada eficacia, necesarios para llegar a determinados colectivos. Pero esta situación es distinta.
La Unesco afirma que, en este tiempo, más del 90% de los estudiantes del mundo, aproximadamente 1.600 millones, pertenecientes a 188 Estados, no tienen clases presenciales. En la mitad de esos países se han implementado soluciones virtuales, muchos de América y especialmente en Argentina, a través de variadas estrategias, como páginas web gratuitas, programación televisiva y radial y distribución de materiales escritos para los diversos niveles educativos.
Pero no todos los estudiantes tienen los medios tecnológicos apropiados; las consecuencias de eliminar el Programa Conectar Igualdad, se advierten hoy con todo su dramatismo; evidentemente no se trataba de “repartir asado sin tener parrilla”, sino de incluir tecnológicamente a las mayorías y no abandonarlas a la más desoladora intemperie.
Muchos educadores estamos preocupados por la desigualdad educativa que profundizará la pandemia; sabemos que de este proceso saldrán aún más debilitados los vulnerables, y en un país desigual como el nuestro, las diferencias se multiplicarán abrumadoramente.
Por supuesto que coincidimos con las medidas que está tomando nuestro presidente: las sanitarias, las económicas y las educativas, pero en estos momentos, no sólo preocupan los chicos que no aprenden (a la ausencia de tecnología se añade la ausencia de medios materiales en sus familias), sino que maestros y directivos están desvelados por una amenaza mayor, que es el abandono de la escolaridad.
Pensar la sociedad de la post pandemia es una tarea educativa. No solo la pedagogía del retorno, sino, sobre todo, el modo y la intensidad con que discutiremos con una importante porción de la sociedad el valor del Estado (¿seguirán sosteniendo la conveniencia del Estado mínimo después de esta tragedia?), la relevancia social de la escuela y sus educadores, la estratégica función de las Universidades públicas distribuidas en todo el territorio de la Patria.
No soy pesimista, pero sí escéptico con relación al aprendizaje que estén dispuestos a realizar algunos sectores, sobre todo los que en estas horas indisimuladamente presentan todo tipo de argumentos para levantar la cuarentena, con el objetivo de recuperar el circuito económico en desmedro de la vida humana, aquellos mismos que resisten que el Estado redistribuya una mínima parte de sus obscenas fortunas en beneficio de los que menos tienen.
“Muchachos, ya ganaron bastante”, dice, con verdad, nuestro presidente; agregamos: muchachos ya destruyeron bastante el Estado, ya despreciaron suficientemente la escuela pública, muchachos, contrariando sus vaticinios, los pobres llegaron a la Universidad, muchachos jueguen alguna vez en el mismo equipo que las grandes mayorías.
En fin, pasada esta dolorosa excepcionalidad esperamos salir más humildes y mejores, con más aprendizajes pedagógicos, políticos, éticos.
Escuchar con más atención lo que nos dicen niños, niñas y jóvenes, recuperar la relación con sus familias, sostener la horizontalidad democrática que ha traído- ojalá no fugazmente- la virtualidad y la tecnología; será la oportunidad para que dejemos atrás las reaccionarias interpretaciones sobre el valor de la inversión educativa, la importancia de la escuela pública y la naturaleza del Estado, a las que cíclicamente nos hace retornar el neoliberalismo en la Argentina.
Sobre todo, será tiempo de reconocer de una vez y para siempre la enorme tarea que maestros y profesoras, directivos, no docentes y administrativos realizan todos los días en miles de escuelas, en silencio, en general mal remunerados y sin las condiciones mínimas, pero con la enorme convicción de su profesionalidad, vocación y patriotismo.