Del control judicial a una justicia sin control

Maximiliano Rusconi.

El tema del funcionamiento de la administración de justicia forma parte del conjunto de cuestiones que hoy ocupan el centro de atención de los estudios sociológicos, de ciencia política e, incluso, de la agenda comunitaria.

Es casi evidente que el contexto institucional en el cuál los jueces deciden los conflictos que la ciudadanía o el propio funcionamiento del aparato estatal someten a consideración, obligue a que la actividad judicial se encuentre en un punto de observación pública que difícilmente se pueda superar.

Ello se produce en un momento en  el que existen serias dudas del comportamiento ético individual de quienes desempeñan funciones públicas en particular judiciales.

En el ámbito propio de la administración de justicia se pretende asegurar la pureza institucional de la decisión judicial. Para ello, claro, existen varios resortes, que no son otra cosa que los diferentes controles a los que está sometida la actividad judicial.

A Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu le debemos el haber diseñado las bases del modelo constitucional que desde su pluma ha dominado a los sistemas republicanos de Europa continental y gran parte de América (por lo menos en lo que refiere a la teoría constitucional).

Durante la primer parte del siglo XVIII el  filósofo y jurista francés propuso al mundo, en el Espíritu de las leyes, el célebre modelo de la separación del poder en funciones ejecutiva,legistativa y judicial.

Ello coincidía con el nacimiento del Estado moderno. La contradicción moral que enfrentaba la escuela iluminista era evidente: por un lado nacía la necesidad universal de respetar la dignidad del hombre en su individualidad (impertivo ético que emanaba del abandono del Ancien régime) y por el otro se concebía un riesgoso mounstro a partir del diseño del Estado moderno que, sin dudas, implicaba la seria posibilidad de que en el enfrentamiento ciudadano vs. Estado, el primero sea directamente aplastado.

La idea brillante del barón de Montesquieu fue que la libertad del ciudadano y su fortaleza institucional se nutriera de las contradicciones que se irian a generar en el propio estado moderno. El que iría a limitar al Estado todo-poderosos era..el propio Estado. En esa división del poder y en la posibilidad de un sistema de frenos recíprocos de los poderes (frenos y contrapesos), se encontraba el camino para la propia protección de la dignidad del ciudadano de a pié.

Pero nadie del iluminismo francés pensó en una posibilidad de deformación institucional que ha encontrado en nuestro país su propio invernadero para su crecimiento sin límites.

En algunos lugares del mundo, el poder judicial ha desarrollado con maestría sistemas de autoprotección y de aseguramiento de sus propios vicios.

En el espíritu de las leyes no había lugar para imaginar que los jueces, organizados, la llamada familia judicial, iría a ceder su función de control de los demás poderes (ejecutivo y legislativo), a efectos de que desde esos lugares no se desarrollen estrategias de control de lo judicial propiamente dicho.

Muchos menos se ha podido preveer en ese clima revolucionario francés que los jueces irían a transformarse en super-hombres ajenos a cualquier instancia de control.

Quien con sorpresa leyera este aporte se podría preguntar legitimamente por el tipo penal del prevaricato que, justamente, castiga al juez que dolosamente se aleja de la ley o de los hechos en un fallo judicial. ¿Eso no es un control?. Claro, podría serlo, siempre y cuando los jueces que deben controlar a otros jueces lo hicieran. Hay que recordar que casi no hay antecendentes de condenas a jueces por el delito de prevaricato.

La primera impresión político-criminal que conviene tener presente es que se trata de una figura con vigencia práctica casi nula.

El contexto ya pone de manifiesto una situación de especial gravedad. Se trata de un ilícito que refleja una cifra negra, para decirlo con palabras de la criminología empírica, difícilmente igualable.

Hoy nadie podría decir que, por ejemplo, en la República Argentina no hay prevaricatos judiciales. O por lo menos nadie podría realizar esta afirmación si pretendiera que su interlocutor no lo tome en broma. Sin embargo, como dijimos, hoy en la Argentina casi no hay sentencias por este delito.

Creo no decir algo verdaderamente sorprendente si ubico como condicionante de esta falta de vigencia del delito de prevaricato al fuerte, oscuro y perjudicial sentimiento corporativo del Poder Judicial.

La repetida sensación de que “la familia judicial” asegura un entorno amigable para sus fieles integrantes; todo ello justificado con argumentos altisonantes y afirmados en clave garantista” como la independencia judicial. Uno de los principios mas distorsionados de la axiología jurídica.

Algún optimista a prueba de datos podría sugerir que los jueces no sólo tienen el control que emana de la figura penal del delito de prevaricato, sino que también tiene el propio y permanente control de las instancias superiores a las cuales los justiciables pueden acudir en busca de la impugnacion de la decisición eventualmente injusta.

Pero sucede que en ocasiones la intervención de las instancias superiores no hace otra cosa que legitimar la primera intervención de características espantosas del primer juez. Aún cuando el primer juez haya tenido tres minutos de intuitivo republicanismo.

Por ejemplo, puede suceder que en la decisión 1, el Juez prevarique, haga un verdadero desastre. Y cuando el ciudadano recurre, aparece la Cámara de Apelaciones y protege al Juez diciendo que su decisión fue fantástica.

O, al contrario, puede pasar que el Juez tome una decisión correcta afirmando por ejemplo, que no tienen elementos ni para indagar, y mucho menos para detener al señor cuya daño irracional pretende el Fiscal. El señor Fiscal recurre y el caso llega a la Cámara. Allí en una decisión vergonzosa, la Cámara le ordena al Juez que indague y detenga al imputado. El juez que tres minutos antes había decidido no indagar, ahora siente que tiene el deber de hacerlo e incluso de detener al ciudadano. Allí el juez no sólo se olvida que también existe la independencia judicial interna (que lo protege de los exabruptos del superior), sino que el sistema judicial no responde a ese modelo de verticalismo antirrepublicano.

En ocasiones hemos podido leer en algunos fallos que:  “Si del análisis de las actuaciones se desprende que las resoluciones en las que se imputa al juez haber incurrido en prevaricato se encuentran razonablemente fundadas y fueron confirmadas en lo sustancial por el superior, no constituye la denuncia vía apta para revisar el mayor o menor acierto de las decisiones adoptadas por el magistrado en ejercicio del poder jurisdiccional que le ha sido conferido, lo contrario implicaría cercenar la plena libertad de deliberación y decisión de los jueces en los casos sometidos a su conocimiento, vulnerándose en consecuencia el principio de independencia del Poder Judicial como una de los pilares básicos de nuestra organización institucional” (CSJN, 3/2/81, “Molina, Alejandro C.”, CSJN-Fallos, 303:116).

Una vez superada la sorpresa por leer decisiones de este tenor, dan ganas de repreguntar: ¿Pero entonces si el juez de primera instancia prevarica tan dolosamente que buscan caminos argumentales presentables por lo menos estéticamente, y los superiores, también dolosamente, no sólo confirman y estabilizan ese prevaricato original, sino que, mediante su intervención realizan otro prevaricato, ello funciona como una rara eximente?. Tamaño dislate no puede ser cierto en ninguna galaxia. ¡Para el resto de los mortales la intervención del superior suma ilícitos y responsables, no exime a nadie!

En términos futbolísticos ello sería como decir que la expulsión incorrecta de un jugador en el primer tiempo, se anula con otra expulsión incorrecta de otro jugador en el segundo tiempo?. Ningún simpatizante despierto podría avalar semejante ecuación en una contienda deportiva. Pero mucho menos si los dos jugadores pertenecen al mismo equipo perjudicado. Señores jueces, “los superiores” no legitiman nada, sino que, al contrario, pueden acompañarlos en su mismo ilícito con alguna de las formas de participación o autoría que de modo tan laxo utilizan para el juzgamiento de sujetos extraños a la llamada “familia judicial”.

Creo que muchos ciudadanos que pudieran estar imputados de un ilícito vinculado a su actuación profesional o comercial envidiarían esta posibilidad de acudir al argumento de que el avance del proceso pone en peligro uno de los pilares del sistema republicano.

La segunda sensación explica esta “cifra negra” en un entendimiento absolutamente insostenible en el Estado de derecho del margen que tiene cada magistrado a la hora de resolver su caso.

Claro que todo juez arbitrario y toda sentencia antijurídica podrían recurrir a la tradicional falta de reglas verdaderamente científicas de las llamadas ciencias del espíritu, pero eso sería un golpe de efecto parecido a un artilugio.

La verdad es que, salvo cuestiones puntuales, el derecho penal, por dar un ejemplo que me es algo familiar, se parece bastante a un sistema en el cual los conceptos y conclusiones pueden ser extraídas por un método que los valida y les controla su propia legitimidad.

No hay tanta libertad en el juez: el viaje hermenéutico que realiza entre el mundo fáctico y el normativo está fuertemente condicionado. Esa hermeneútica funciona de modo muy distinto en la pintura, la música o la literatura. No se interpreta del mismo modo al artículo 18 de la Constitución Nacional que al retrato de Lisa Gherardini , de Da Vinci.

Esta discrecionalidad casi sin control que se reservan los jueces (impropiamente) ha estado en verdad siempre muy vinculada a una defensa del proceso de convicción interna de los funcionarios judiciales. Un ejemplo del que ya me he ocupado, pero que sin duda es gráfico, reside en la imposibilidad práctica de los ciudadanos de acudir a una garantía de libertad como el in dubio pro reo. Suenan continuamente voces judiciales que reclaman al problema de la duda y si manifestación como cuestión interna del proceso de convicción de los magistrados.

Quien crea que siempre está el Consejo de la Magistratura, debemos recordarle que lejos de controlar adecuadamente a los jueces, ese organismo al cual le debemos el establecimiento de los peores y mas vergonzosos estàndares de selección de magistrados, ha utilizado su participación en los sótanos de la democracia para amenazar, echar o disciplinar a los Jueces que se exponían como incómodos para el poder de turno.

O, al contrario, ese organismo desastroso ha pactado con lo más perverso de la familia judicial para proteger a los peores jueces. Han logrado el raro privilegio de que sus roles de acusación o absolución suenan siempre como dos impostores. Hagan lo que hagan suena mal.

Para lograr un poder judicial que controle hay que controlar al Poder judicial, sólo con ello cumpliremos el mandato que imaginó Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu.

Recién ahí habremos ubicado a nuestro país en el universo jurídico de Europa occidental hacía fines del s. XVIII. Tendremos que ser muy veloces y enérgicos para recuperar el tiempo perdido y recorrer los siguientes dos siglos. Si somos constantes a medidados del siglo XX nos espera el estandar que hoy ya está establecido en el sistema regional de proteccion de los derechos humanos. ¿cuándo empezamos?.