Carnavalear -una experiencia vivida-

Por Liliana Etlis.

Aquella tarde de febrero cuando estaba por oscurecer, acordaron ir todos juntxs al corso que se realizaba en la Avenida Paraná del barrio; una de las pocas decisiones que no discutían a pesar de las diferencias en cómo vivir  carnavaleando.

El corso era memoria tras los años, iban trasladándose en el surco del tiempo y revivir esos espacios durante un par de días. Rememoraban la magia donde la risa era una festividad con solo atravesar caminos y acercarse a la celebración desde la incógnita.

Acostumbraban llevar a cabo ese ritual carnavalesco, algunxs se preocupaban por llenar los baldes con agua durante la mañana y esperar detrás de los árboles o paredes solitarias y bajas, a quién mojar y llevar a la desesperación o a las puteadas más degradantes. Otros se disfrazaban con telas transparentes y pelucas hechas con lana de color. Luego vendría la venganza entre risas y corridas por las calles de cemento de Gdor.Castro. Tenían que pasar inadvertidos y encontrar un escondite sagrado, generalmente eran pasillos donde apoyaban los elementos agregando pomos y bombitas llenas de agua, papel picado y serpentina, estos últimos para utilizar en la oscuridad de la noche en el corso.

Durante esos días de misterio y curiosidad, se acompañaban en complicidades para correr si era necesario, ante griteríos de quién era empapado, generalmente algún chivo expiatorio como el hijo del verdulero, que siempre cobraba más porque la balanza donde pesaba la fruta y la verdura, estaba desnivelada aumentando indirectamente, la compra a su favor.

Deseaban observar esa noche, el pasaje de las carrozas vestidas de adornos confeccionados con maderas barnizadas, guirnaldas en papel encolado pintadas a mano con témperas brillantes y telas vivaces.

Participar de la llegada de los carros, hacía que emergieran las intrigas de lo que estaba detrás de lo desconocido e ir acompañando en un costado, a los travas, para observarlo desde muy cerca hasta casi oler su cuerpo y verificar que eran de carne y hueso. 

En esa época no imaginaba que el disfraz podría ser un no disfraz, sin embargo, la perfección de las curvas, el maquillaje cuidadosamente aplicado era sorprendente. 

-Usaban sombras de color verde que se colocaban cuidadosamente en los párpados, la línea negra por debajo del ojo, el colorete que resaltaba sus pómulos, su boca perfectamente delineada con un rouge más claro que el contorno, un peinado enrulado en sus puntas y teñido de rubio ceniza, tacos altos al estilo aguja, bijouterie acorde a su vestimenta que daba una sensación delicada al caer sobre la piel muy bien depilada y protegida con una crema color mate, unas manos con uñas esculpidas, largas, bellas color  carmín, era una fiesta dentro de otra fiesta.-

Representaba un momento donde las rivalidades se ausentaban por un par de días para dar lugar a espacios públicos con disfraces llamativos y algunos que asomaban la imaginación de lo prohibido.

La música, comparsas, mixturas culturales, noche de color y lentejuelas, hacían salir de la clandestinidad a los travas, quienes eran el centro de atención no solo en lxs más chicxs y adolescentes sino en aquellos que observaban de reojo esos pechos desnudos y esas excitantes curvas insinuantes con tules fabricados especialmente para esa ocasión momentos en que el deseo sexual y el erotismo iluminaban los órganos más sensibles del cuerpo en la noche permitida y libre.

El travestismo era lo que llamaba la atención, sorprendían y las murgas que acompañaban tenían un claro sentido de denuncia política además del humor.

Cuadras de brillo, color y ritmo junto a esos cuerpos esculturales que durante el año preparaban los recorridos de cuadras en carrozas de ensueño, donde la libertad era el acento de la convocatoria vecinal.

Los marginales, los expulsados de las normalidades, las identidades no binarias, se hacían presente para impactar en la memoria de lxs que, en esa época, acompañaban con el misterio los márgenes. 

Sabíamos que cuando terminaban los días de festividad donde el descontrol y la permisividad eran una forma de expresar disconformidades además de alegrías, terminarían con una sensibilidad inolvidable en la memoria de los cuerpos.

Luego la represión de la alegría comenzaba a normalizar las carnes y espíritus de los vivientes.

El festejo popular se prohibió durante el Terrorismo de Estado dejando nuestras libertades en un arca de madera muy sobria, guardando rituales para otros amaneceres sociales.

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