Cárceles y pandemia
Por Jean Pierre Matus Acuña.
Según las estadísticas disponibles, entre marzo y abril de este año, la población penal atendida por el servicio de prisiones de Chile (Gendarmería) pasó de 140 mil a 128 mil personas. Esa cifra, sin embargo, no significa que 12 mil personas hayan recuperado su libertad o hayan sido puestos en libertad si se encontraban presos.
De hecho, la población encerrada permanentemente pasó de un total de 41988 en marzo de 2020 a 37924 el 30 de abril, una diferencia de solo 4064 personas. De entre ellas, 1637 personas fueron beneficiadas con el indulto conmutativo de la ley Nº 21.228, de 17 de abril, que permitió la liberación de ciertos condenados pertenecientes a grupos de riesgo (mayores de edad y mujeres embarazadas principalmente). Otras 822 recibieron el beneficio de la libertad condicional (parole), que pasó de atender 5549 libertos en marzo a 6371 en abril. Y el número de detenidos en espera de juicio bajó de 14577 a 13081 personas, esto es, una diferencia de 1496 personas.
El grueso de las personas que dejaron de atenderse por Gendarmería de Chile corresponde, por tanto, a quienes estando en libertad durante el juicio, no fueron condenados con una pena sustitutiva (probation) producto de la semiparalización del sistema judicial: si en marzo de 2020 las personas sujetas a penas sustitutivas eran 61088, en abril pasaron a ser solo 55267, es decir, una disminución de 5821 personas. El resto se explica por la misma razón: mientras el flujo de salida se mantiene normal, el flujo de entrada al sistema se ha ralentizado, más por una inactividad del sistema que por una decisión consciente del aparato judicial.
La pregunta de fondo es si en los casos en que se espera una decisión consciente, como es el decretar o no una prisión preventiva o conceder o no una libertad condicional, la pandemia afectó o no el juicio de los decisores.
En Chile, como en la generalidad de los estados, estos factores se reducen, en la práctica, a la gravedad del delito imputado o cometido y al pronóstico de reincidencia del enjuiciado o condenado, según ha sido o no condenado o enjuiciado anteriormente por otros delitos.
Por tanto, no parece existir otra explicación para el cambio de criterio de los fiscales, jueces y las Comisiones de Libertad Condicional a la hora de solicitar o conceder prisiones preventivas y libertades condicionales que el factor CODIV-19, que puede expresarse en el rechazo a exponer a una persona al contagio de una enfermedad eventualmente mortal, salvo que el delito cometido haya sido extremadamente grave o el peligro de reincidencia extraordinariamente elevado. Ello sería consistente con lo expresado por la Alta Comisionada de Derechos Humanos en el sentido de que —aparte de la liberación de las personas más vulnerables a COVID-19, incluidos los que tienen afecciones médicas subyacentes, las mujeres embarazadas, los más mayores, los que viven con el VIH y los que cuenta con alguna discapacidad (en Chile, por aplicación del indulto general de la Ley 12228)—, “se necesitan medidas más amplias para reducir los niveles extremos de hacinamiento mediante la liberación de otras categorías de presos que cumplen sentencias cortas por delitos no violentos, así como niños y personas detenidas por delitos de inmigración”
Sin embargo, con una ocupación penitenciaria que no sobrepasa en el promedio nacional el 104 % (con algunas pocas regiones, eso sí, sobre el 130%), no parece que estemos en Chile frente a un problema de “extremo hacinamiento” que pudiera considerarse como un factor determinante en el cambio de criterio del sistema judicial.
Pero, con total independencia de las innegables mejorías del sistema penitenciario en Chile durante estos últimos 30 años, incluyendo infraestructura y condiciones sanitarias, así como la significativa reducción del porcentaje de presos sin juicio, lo cierto es que éstas comparten con las cárceles sudamericanas importantes problemas de acceso a servicios básicos y la realidad del hacinamiento, entendido como la convivencia forzada de muchos en espacios reducidos, más allá de las capacidades de las prisiones en número de camas o metros cuadrados. Para decirlo en breve: ni en las mejores cárceles de Chile es posible mantener un distanciamiento que permita hacer cuarentena. Y mucho menos un servicio de enfermería y hospitales penitenciarios equipados con tecnologías que permitan hacer frente a las complicaciones respiratorias graves de una enfermedad como el COVID-19.
Luego, parece más que razonable la conducta de fiscales y tribunales, así como las recomendaciones de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas sobre Derechos Humanos.
Lo que no parece tan razonable es que sea esta pandemia lo que gatille la preocupación por los efectos en la salud de los presos de las condiciones del encarcelamiento. En efecto, la pregunta de fondo que uno debiera hacerse es sobre la razonabilidad de mantener —en estado de normalidad— personas presas que padezcan enfermedades graves e incurables, expuestas a contraer enfermedades mortales o ancianas no autovalentes. También se nos invita, en un mundo entusiasmado por las penas privativas de libertad para cualquier hecho moralmente reprobable a preguntarnos por el sentido de imponer penas cortas de prisión, perjudiciales para la sociedad y los condenados. Y, más allá, también podríamos preguntarnos por la razonabilidad de mantener personas presas expuestas a la violencia de otros, presos o custodios y a condiciones de encierro que pueden transformar una pena impuesta legalmente en castigos inusitados, crueles, inhumanos y degradantes, con o sin COD-19.
Por eso, no está de más recordar que los problemas de la cárcel no provienen del COVID-19 ni van a desaparecer con el término de la pandemia. Ello, por cuanto sin esa enfermedad mantener a una persona presa en condiciones de hacinamiento, con falta de ventilación y luz natural, sin cama para su reposo ni condiciones adecuadas de higiene, en aislamiento e incomunicación o con restricciones indebidas al régimen de visitas constituye una violación a su integridad personal (SCIDH 07.09.2004, Caso Tibi vs. Ecuador); se considera una forma de trato inhumano y degradante la aplicación de penas privativas de libertad en celdas colectivas con hasta menos de 3 metros cuadrados por preso, aunque rechazó que fuesen también formas de tratos inhumanos la falta de tiempo al aire libre y de oportunidades de trabajar en la prisión (STEDH 16.7.2009, Sulejmanovic v. Italia); y que superar el 130% de la capacidad de un establecimiento penal puede ser la causa primaria de que sus internos no reciban el suficiente cuidado médico, especialmente aquellos con serios problemas mentales y de salud, lo cual constituye una pena inusitada y cruel (Brown et al. v. Plata et al., 563 USSC, 2011). Tratándose de medidas de detención preventiva a la espera de juicio, se ha señalado que estos estándares han de ser todavía más “rigurosos”, incluyendo, entre otros: a) celdas ventiladas y con acceso a luz natural; b) acceso a sanitarios y duchas limpias y con suficiente privacidad; c) alimentación de buena calidad; y d) atención de salud necesaria, digna, adecuada y oportuna (SCIDH 26.6.2012, Caso Díaz Peña vs. Venezuela). http://corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_244_esp.pdf