Cárcel y castigo
Por Julio Maier.
De pronto, y sin que nadie hiciera algo importante, se reavivó el fuego que engendra la discusión sobre el principal problema que enfrenta el Derecho penal: la pena y, entre las varias posibilidades, la aplicación de la privación de la libertad. Extraño, pues ello no sucedió a pesar de la decisión –anterior a la pandemia de coronavirus- de organismos internacionales relativamente recientes que se ocuparon en modo de condena de la situación de la prisión en la Provincia de Buenos Aires, su hacinamiento y falta de higiene, de la utilización de las comisarías policiales y del personal policial para ese menester, y, más allá de ello, de la realidad de muertes colectivas de presos en esos establecimientos, que superan por mucho la “casualidad” para demostrar la “causalidad”. Todo ello, incluso, de frente a una norma jurídica de primer nivel, el art. 18 de la Constitución nacional, que pretende regular el tema con palabras inequívocas: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exige, hará responsable al juez que la autorice”. Todo lo contrario, la discusión sobreviene a raíz de una epidemia biológica universal –no sólo de nuestro país- convertida en una enfermedad mortal para algunos de los infectados y ante ejemplos de diversos países, incluso mejor dotados que el nuestro desde el punto de vista médico, de aquello a lo que se puede llegar en la vida cotidiana, de todos –no sólo de los presos-, una verdadera mortandad o masacre que depende, sin duda, de la reacción que nosotros le presentemos a la llamada pandemia.
Presentado así de modo sencillo el caso, los médicos y biólogos han opinado sin lugar a dudas que evitar el contagio sólo es posible mediante cierto aislamiento personal, y, más allá de ello, nos han recomendado una cuarenta que nos impide, salvo excepciones, salir de nuestros hogares y llevar a cabo la vida común y cotidiana que antes conocíamos. Se puede decir, en comparación con la reacción de otros países, que, hasta el momento, aquellos consejeros y el gobierno que les hizo caso han tenido razón. Si bien no ha sido posible parar por completo la pandemia, esto es, la trasmisión de la enfermedad a otros, e, incluso, la muerte de algunas personas a raíz del mal, lo cierto y palpable es que nuestras estadísticas –número de infectados y de fallecidos- vulgares muestran que tenían razón: el aislamiento entre personas parece ser, por el momento, la única respuesta eficiente que conocemos y aplicamos.
De frente a la necesidad de triunfar sobre la enfermedad, esto es, de disminuir en lo posible el número de personas contagiadas o, si se quiere, de evitar la cantidad mayor de infectados, se ha planteado –en todo el mundo-, una vez superado el primer cimbronazo, el problema que representan ciertas instituciones sociales -que de común tienen la cualidad de ser llamadas totales-, esto es, de agrupar personas que, de alguna manera, carecen de la libertad y de la posibilidad del ciudadano común de definir su destino y su comportamiento cotidiano, y que viven normalmente en espacios reducidos, como hospitales, residencias geriátricas, o para incapaces o discapacitados, y, especialmente, la cárcel, a manera de los ejemplos más conocidos, necesidad antes explicada de aislar a personas para prever la transmisión de la enfermedad, esto es, otras infecciones. Por cierto, el problema planteado parece difícil de resolver en una institución total. Lo increíble del caso planteado consiste en la creencia de algunos ciudadanos acerca de que el problema requiere y depende de una solución normativa, precisamente jurídica, que, por arte de magia, colaborará en evitar el riesgo que la pandemia nos provoca a todos, sin mantener distanciamiento alguno. El cumplimiento de ciertas reglas jurídicas y decisiones judiciales, buenas o malas, nos conducirá, inexorablemente, a evitar el riesgo que la infección y la enfermedad provocan. Peor sería afirmar que aquellos ciudadanos piensan, en verdad, que los presos no son personas o lo son de modo disminuido, razón por la cual no merecen estar vivos y, si fallecen en la prisión a raíz de la enfermedad, lo tienen bien merecido. Eso y la conversión de la pena privativa de libertad en pena de muerte dista sólo centímetros.
Empero, nadie parece pensar que a esas instituciones -por totales que se predique de ellas- entran y de ellas salen otras personas que no están encerradas –por así decirlo-, sino que, antes bien, el tráfico resulta absolutamente necesario para su funcionamiento, que, además, ellos vuelven a sus hogares, a la vida común, en contacto con nosotros, los “libres” y, por último, que, incluso los internos, todos somos personas, esto es, ellos merecen al menos la posibilidad de vivir sanos, como nosotros los “libres”. La cárcel es, precisamente, el mejor ejemplo de aquello que produce la prisonización; y nuestras cárceles, atestadas de presos –superpobladas, en ocasiones por el doble de su albergue normal-, incluso sin condena penal, y carentes de la mínima higiene, son, posiblemente, el mejor ejemplo de ello. La reducción de su población a límites que, aunque precariamente, garanticen el aislamiento razonable de quienes las habitan ya no se trata ni de un problema ideológico y, menos aún, de un problema jurídico, como creo haberlo explicado y como algunos insisten en demostrar; se trata, por lo contrario, de un problema de salud o sanitario, a resolver por quienes son expertos en ello. Quizás el poder de decidir la externación de presos por reemplazo del modo de cumplimiento de la prisión o, simplemente, por la prescindencia de esta medida resida en ocasiones en manos de los jueces, pero ellos deberían llamar para decidir a biólogos y médicos especialistas –peritos- para ser ilustrados sobre el tema. Nadie ignora las distintas posiciones ideológicas y jurídicas que sobre la pena privativa de libertad y la prisión existen y son discutidas entre juristas mejor o peor informados, según siempre sucede, ni las posiciones que sobre la privación de libertad por motivos penales atraviesan o separan transversalmente a los ciudadanos, al punto de que algunos piensan que, en ocasiones, ella resuelve una adhesión política, pero nuestro problema actual no es, en principio, de esa índole, sino que otros son los estudiosos y los objetos a manipular para aventar los riesgos a los que estamos expuestos. Valdría la pena dejar de lado el tamborilleo jurídico-ideológico y llamar en nuestro auxilio a especialistas sanitarios. Y también valdría la pena contemplar como objeto de estudio situaciones similares de hacinamiento por razones que distan de pertenecer al Código penal.
Claro es que los sanitaristas conceden un primer y principal enfoque sobre esta cuestión, indicándonos cuál es el número de internos que soporta cada una de estas instituciones para que sus internos convivan sanos y limpios –según predica nuestra Constitución-, y se aleje la imagen de riesgo, incluso para nosotros los “libres”, pero luego corresponde a los juristas y otras ciencias auxiliares la opinión acerca de quiénes deben abandonar el encierro en aquella cantidad, ya sea suplantándolo por otra forma de cumplimiento o definitivamente. Esto es, precisamente, aquello que ha pretendido hacer, sin consulta previa, nuestro tribunal federal de casación al señalar, de modo positivo o negativo, los delitos atribuidos a quienes abandonen la cárcel, excarcelados.
Por fin, me suena que el ruido de tambores primitivos, convocado por políticos irresponsables –que existen siempre a lo largo de nuestra historia- suena mal, fuera de todo ritmo, desafina a mis oídos, ya cansados de escuchar sinrazones. Creo que no estoy solo, que coincido con instituciones internacionales –en primer lugar la OMS-, pero tal adhesión, que intento explicar, no me provoca calma ni bienestar, sobre todo a mi edad.